miércoles, 30 de abril de 2014

La casa y el cerebro, de Edward Bulwer-Lytton


Si cada época tiene sus monstruos favoritos (en la actualidad tenemos hasta dos especies en lucha por la supremacía: zombis y vampiros), también es habitual que periódicamente surja una pseudociencia que intente explicar racionalmente sucesos de apariencia sobrenatural. Durante gran parte del siglo XIX fue el mesmerismo, esa teoría que mezclaba magnetismo, electricidad y conciencia, una moda que causó furor en Europa y que trató de dar una pátina de ciencia al espiritismo.

Si no otro cosa, al menos el mesmerismo sirvió para nutrir multitud de obras de ficción de muy diversa calidad. Entre sus mejores exponentes estaría La casa y el cerebro, que leída hoy puede parecer una acumulación de lugares comunes (la casa encantada, los fantasmas con ojos de serpiente, el mago maligno), pero que tiene algo perturbador que la eleva por encima de la media. Edward Bulwer-Lytton, un personaje que ya daría para una novela por sí mismo, no se andaba con enredos y en menos de 100 páginas relata con frenesí una historia que otros podrían haber convertido en una trilogía a 600 páginas el tomo.




Esta aceleración, este fervor, dotan al relato de una capacidad hipnótica, por otra parte explícitamente señalada en el texto. Si Bulwer-Lytton se las ingenia para plantear la historia de una manera tan cautivadora que se gana al lector desde las primeras páginas, en el momento culminante, cuando las apariciones se adueñan del relato, su descripción y sus imágenes son tan vividas que se sobreponen a la sensación del cliché para crear una verdadera sensación de pánico. Para despertar, habrá que llegar al final cuanto antes.

Aunque casi todo el mundo considera Psicosis una obra maestra, pocos recuerdan su final. Su verdadero final. Ese en el que un psiquiatra explica la enfermedad de Norman Bates y durante largos minutos se embarca en una cháchara que no le interesa a nadie. En La casa y el cerebro hay una especie de epílogo (suprimido en algunas ediciones) que nos recuerda a esa escena. Una explicación poco convincente y por otra parte redundante, en la que se nos presenta a un personaje tipo conde de Saint Germain, cuando hubiera sido mejor dejar al lector sacar sus propias conclusiones. Como en el caso de la película de Hitchcock, mucho nos tememos que de ese final no se acordará nadie. Pero el terror permanecerá.


Editorial Impedimenta
Traducción de Arturo Agüero Herranz



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