viernes, 6 de junio de 2014

Todo eso que tanto nos gusta, de Pedro Zarraluki


Hay un género muy característico del cine francés que podríamos calificar como “la alegría está en el campo”. Quizá se deba al proverbial mal humor de los parisinos, pero el caso es que hay numerosas películas (desde la que da el título al género o la reciente Una casa en Córcega, pasando por la emblemática La fortuna de vivir) que siguen el mismo patrón: un urbanita de vuelta de todo acaba por circunstancias en un pueblo perdido donde encuentra la felicidad. En España también contamos con una larga tradición con este motivo que se remontaría como mínimo a Menosprecio de corte y alabanza de aldea.

En Todo eso que tanto nos gusta Pedro Zarraluki se atreve a introducirse en este terreno en apariencia trillado con una inocencia prescriptiva. No se puede abordar un tema así con cinismo, pero dejarse llevar por el encanto bucólico puede atraer las más soberbias rechiflas sin que haga falta ser parisino. Pero Zarraluki logra un equilibrio gradual gracias a su admirable mano para el matiz y la definición de caracteres: si no hay prepotencia de la que partir, tampoco hay una idílica visión del explorador que llega al paraíso.




El tono de Zarraluki es siempre templado, basculante entre el temeroso hallazgo de la felicidad (lo que me pasa es demasiado bueno para ser verdad) y la constante sombra de la pérdida y el arrepentimiento. De hecho el libro también puede caer en otro género muy transitado, el de la redención. Pero de algún modo Zarraluki logra transmitir su entusiasmo al lector, en gran medida apoyado en unos estupendos personajes: el padre que decide volver a vivir después de la rendición; la madre que pone elegancia a cada acto de su vida; o el propio protagonista, en cuesta abajo permanente hasta que descubre que la mejor solución siempre es la más sencilla. Y los tres rodeados por los habitantes de un pueblo queridos y vigilados por la mirada benevolente del autor.

No es casualidad que el libro empiece con el proyecto de un viaje al Tíbet. Lo que se produce en el protagonista es una especie de camino de aceptación de tintes zen. Disfrutar lo que puedes conseguir, no lamentar lo que se ha quedado atrás, tener la mente abierta para lo que pueda llegar. En los mejores momentos, esta sensación de placidez también se transmite al lector. Pero no se trata de una lección de sentido único, sino de una ruta abierta a la búsqueda de lo que nos hace felices. Y esto, cada uno tendrá que descubrirlo por su cuenta.

Editorial Destino


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