lunes, 28 de julio de 2014

Los últimos testigos, de Cynthia Ozick


Una de las primeras lecciones que debe aprender todo escritor es no escribir demasiado. No contarlo todo, sino dejar espacio para la sugerencia, los campos abiertos, la participación del lector. Saber decir sin decir, confiar en que todo se entenderá sin necesidad de ser explicado. Y para aprender esto, uno de los grandes maestros es Henry James, referente confesado por Cynthia Ozick. Por eso sorprende que en Los últimos testigos Ozick opte por detenerse en cada detalle, en no dar nada por sobreentendido. Si algo ha quedado en el aire, volverá a ello más adelante. Incluso pasa del punto de vista en primera persona a la narración omnisciente cuando algún fleco ha quedado colgando.

Pero Ozick no es una aprendiz, al contrario, es una de las autoras americanas mejor valoradas de la actualidad. Su elección estilística está perfectamente estudiada y justificada. A muchos lectores Los últimos testigos les puede parecer un libro moroso, estancado y reiterativo, pero Ozick se apoya en la literatura de otros tiempos. Como si no hubiera existido Hemmingway. Es más, como si no se hubiera inventado el cine. Ozick prefiere la delectación, la prosa pausada y exquisita, pasearse por cada situación, regresar una y otra vez a los mismos motivos.




La historia que cuenta en Los últimos testigos tiene una profundidad moral que la sitúa al borde del ensayo filosófico, pero a la vez los personajes están tan bien perfilados que la autora evita convertir el libro en una de esas fábulas simbolistas que tan mal envejecen. En todo momento pervive el ímpetu humanista, la preocupación por unos seres de carne y hueso que nos son presentados en una situación extrema, al borde de la desesperación, acosados por dilemas que tienen que ver con la supervivencia, la adaptación, la eterna pregunta de hasta qué punto podríamos ceder antes de convertirnos en lo que más odiamos.

Todo esto hace que, más que a James o Chéjov, al que también se suele relacionar con Ozick, a nosotros nos recuerde a ese otro gigante de las letras que es Isaac Bashevis Singer. Y ni tan siquiera porque el elemento judío este presente en ambos. Pero ese estilo como de otro tiempo, esa fascinación por personajes atormentados y la habilidad puramente literaria de Ozick la emparenta con Singer de manera evidente. Como en su caso, al leer sus libros nos introducimos en un mundo extraño y al mismo tiempo reconocible, viajamos a ese pasado que siempre ha existido y del que nosotros somos herederos.

Editorial Lumen
Traducción de Isabel Núñez

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