jueves, 28 de agosto de 2014

Ángeles derrotados, de Denis Johnson


Se suele decir que los escritores tienen complejo de dioses, que a través de sus palabras crean mundos en los que ellos ejercen de dueños y señores, donde mueven a sus criaturas a su capricho. En el caso de Ángeles derrotados se podría argumentar que Denis Johnson actúa como el dios implacable que trasteaba con Job a su antojo para ponerle a prueba. Los personajes de la novela padecen todo tipo de castigos, hasta tal punto que se podría acusar al autor de cierto sadismo. Si la escritura de Johnson fuera una religión, en esta no habría cabida para la piedad ni la redención.

Porque Johnson jamás muestra la menor simpatía por sus creaciones. Ni los juzga ni los justifica, pero los pone en un mundo de dolor y tragedia en el que tendrá que ser el propio lector quien emita su propio veredicto. Habría sido más fácil y accesible darle a la durisima historia narrada en Ángeles derrotados un tono melodramático, o incluso reivindicativo. Pero, por ejemplo en el caso de la pena de muerte, no hay posicionamiento alguno: Johnson sencillamente presenta los hechos y deja a cada cual a solas con su conciencia.



Ángeles derrotados fue la primera novela publicada por Johnson, y 25 años después es más fácil encontrar en ella algunas de las características de su obra. Johnson comenzó su carrera literaria como poeta y en sus últimos libros, como Que nadie se mueva a alcanzado una extraña síntesis entre alta literatura y pulp. Ya en el caso de Ángeles derrotados se producía esta rara transición entre una novela de “autor” y el género negro, entre drama personal e historias de atracos, y Johnson demuestra la habilidad suficiente para no causar extrañamiento, sino que la historia se desarrolla sin quiebros narrativos, en una caída abisal.

Gracias a este estilo mutante que combina exaltación lírica (con implicaciones espirituales y existenciales) y los más bajos instintos humanos, Johnson escapa tanto de la consideración de estilista ajeno al mundo que le rodea como de cultivador del realismo más sucio. Esto le sitúa en una posición difícil de etiquetar, de la misma manera que el lector en ningún momento sabe por dónde podrá continuar la historia. Esta incertidumbre, más metafísica, podríamos decir, que narrativa, nos provoca inquietud y desasosiego. Nosotros también somos víctimas de ese dios despiadado en el que se ha convertido Johnson.

Editorial Anagrama
Traducción de Benito Gómez Ibáñez

miércoles, 27 de agosto de 2014

¿Para qué sirve el arte?, de John Carey


Antes de responder a la pregunta de ¿Para qué sirve el arte?, John Carey resuelve la en apariencia sencilla pero endiabladamente confusa cuestión de ¿qué es una obra de arte? Y su respuesta es tan contundente que puede escamar: una obra de arte es aquello que una persona considera como tal. El propio autor confiesa que esta resolución cae en el relativismo, pero lo que en ciencia sería improcedente, en materia artística es admisible. Y Carey, con la sólida argumentación de un maestro en el tema y la irresistible ironía de un escritor que sabe manejar al lector a su gusto, derriba todas las reticencias que se le podrían plantear.

Al desmontar todos los principios por los que se suele categorizar lo que es arte y lo que no (juicios de valor, juicios de autoridad, la universalidad, el valor moral...), Carey llega a una conclusión que pese a ser polémica se demuestra evidente. Ninguna apreciación vale más que otra, ningún atributo tiene más importancia que otro, ninguna escala arbitraria puede servirnos para decidir lo que es arte y lo que no, solo el gusto personal es válido y allá cada uno con sus perversiones. Si una misma persona cambia de opinión a lo largo de su vida (¡a lo largo de un libro!), ¿cómo va a juzgar y criticar el gusto de los demás?




Porque la historia del arte es un terreno fértil para sacerdotes y hermeneutas (alguno reseñado recientemente en este mismo blog) que se arrogan de unos poderes casi divinos (a veces incluso textualmente, como cuando se sacraliza el arte) y que utilizan la cultura como un medio más de segregación social: los gustos se convierten en una frontera para saber quiénes son los nuestros y despreciar a todos aquellos que no comparten nuestras preferencias, que son las que valen. El desdén por la cultura popular (paradójicamente tan extendido) se puede ver en realidad como una expresión de clasismo apenas disimulado.

Otra propuesta también polémica de Carey es que la literatura es superior a las demás artes. En coherencia con su postulado relativista, admite que es una opinión totalmente subjetiva, pero demuestra con abundancia de ejemplos que no es una opinión gratuita ni disparatada. Para evidenciar esta supremacía de la literatura se apoya sobre todo en la capacidad crítica de la literatura; en su intrínseca naturaleza difusa, abierta a interpretaciones; y en la respuesta a la pregunta que da título al libro: el arte puede ayudar a mejorar la autoestima y a una mayor integración social. Son solo opiniones que hemos leído en un libro. A nosotros nos valen.

Editorial Debate
Traducción de Teresa Arijón

martes, 26 de agosto de 2014

Lady Susan / Los Watson, de Jane Austen


Publicada de manera póstuma, Lady Susan no está entre los libros más conocidos de Jane Austen, y sin embargo valdría por sí mismo para situarla entre las autoras más relevantes de la literatura inglesa del siglo XIX. Hay tal maestría literaria en esta breve novela epistolar, tal dominio del sobreentendido y los dobles sentidos, tal humor incandescente, que el lector se verá abrumado por los numerosos niveles de lectura propuestos.

La interpretación superficial de la que a menudo ha sido víctima Austen podría llevar a considerar Lady Susan como una de esas novelitas sobre casamientos (en una entrevista reciente, el muy inteligente Richard Dawkins decía no haber leído ninguna novela de Austen por no ser capaz de interesarse en asuntos de dotes ni en saber quién se casa con quién: qué malinterpretada ha sido la literatura de Austen y cuántos prejuicios emborronan su imagen). Pero en realidad se trata, como es habitual en la autora, de un retrato de caracteres complejos, de una intriga desarrollada con genialidad y de un festín de ingenio.




La protagonista del libro, esa Lady Susan maquiavélica, manipuladora e hipócrita, recuerda inevitablemente a la Becky Sharpe de La feria de las vanidades (al parecer tanto Austen como Thackeray se inspiraron en el mismo personaje real, un prima de Austen). Ambas comparten el mismo encanto, la misma capacidad para atrapar a sus victimas gracias a su belleza y su retórica. Y qué habilidad demuestra Austen para reflejar este juego de insinuaciones, planes diabólicos y cinismo enfrentados a la inocencia y el romanticismo.

Pero es que, como siempre, Austen va más allá. Porque si el entramado epistolar da para que el lector sea consciente en todo momento del doble juego que se trae Lady Susan, la realidad puede ser todavía más retorcida. Así, los personajes “buenos”, como la señora Vernon, de hecho harían uso de las mismas artimañas que la malvada Susan, aunque con fines mucho más nobles. Y qué decir de cuando Austen se pone directamente cáustica y hace que sus personajes declaren de manera indirecta pero sin dejar dudas su lado más mezquino.

En esta edición, Lady Susan viene acompañada por Los Watson, novela que Austen dejó incompleta. Para cualquier devoto de la autora será una tentación irresistible indagar en este proyecto e imaginarse lo que pudo haber sido, pero lo cierto es que tal y como nos ha llegado no pasa de ser una curiosidad sin entidad propia, un esbozo que nos suena familiar pero que finalmente resulta prescindible.

Editorial Alba
Traducción de Marta Salís

lunes, 25 de agosto de 2014

La cena de los notables, de Constantino Bértolo


En una escena de Mil veces buenas noches, unos padres critican a una maestra por intentar inculcar responsabilidad a sus hijos de ocho años, a lo que Rebecca, la comprometida fotógrafa de guerra interpretada por Juliette Binoche, replica que precisamente eso es lo que deben hacer los maestros, educar. Esta misma ideología tan pasada de moda es la que expresa Constantino Bértolo a lo largo de La cena de los notables, donde reivindica para la literatura un papel que vaya más allá del simple entretenimiento. La literatura debe atreverse a traspasar las fronteras del convencionalismo e implicarse de manera directa en la realidad social.

La responsabilidad empieza, obviamente, en el propio escritor, que puede optar por ceñirse a las normas del mercado y repetir las viejas fórmulas ya gastadas pero de inexorable permanencia, refugiándose en conceptos como “oficio” o “técnica”; o arriesgar atacando a la contra, saltándose las restricciones de lo que se podría llamar “literatura de salón” y encaminarse hacía territorios más personales y a la vez con una repercusión política, lo que por otra parte sin duda facilitaría su estancamiento en la marginalidad y la irrelevancia: siempre se trata de una decisión difícil y que supone concesiones.




También el lector debe ser responsable en su tarea. Es común escuchar a lectores que dicen buscar solo pasar un rato, evadirse, evitar los libros que les hagan pensar (aunque esto no se diga de manera tan cruda). Quizá Bértolo es demasiado tajante, pues también debe haber espacio para la literatura más ligera, pero descartar por principio la literatura “seria” supone un empobrecimiento que convierte la lectura en un ejercicio no más noble que otros considerados en general como degradantes y vulgares.

Por último, en este pacto de responsabilidad el crítico tiene la tarea más discutible. Es el “aduanero” que decide qué es realmente buena literatura. Pero apenas quedan exponentes de críticos con verdadero criterio, formación y credibilidad. Pocas son las voces que se alcen contra el consenso que hace que traguemos con la ideología dominante como si fuera la única posible y que convierte los libros en serie en los únicos realmente válidos (los demás son para raritos o desfasados). Por eso la obsolescencia de Bértolo se hace imperativa, porque necesitamos que nos recuerden el valor de la disidencia.

Editorial Periférica

viernes, 22 de agosto de 2014

El regreso de Titmuss, de John Mortimer


Si al final de Un paraíso inalcanzable nos quedábamos con ganas de resolver algunas cuestiones pendientes, en El regreso de Titmuss JohnMortimer se las arregla para frustrar las expectativas del lector, y que sin embargo este salga de las páginas de su libro plenamente satisfecho. Mortimer opta, con acierto, por centrarse en Titmuss, el personaje más misterioso y complejo de los presentados en la primera parte de esta trilogía, y aunque también en este caso, al finalizar la novela la incógnita se mantenga en gran medida, a lo largo de la historia hemos podido disfrutar de una historia irónica y maquiavélica con el mejor aroma de retranca inglesa.

Como sucedía en Un paraíso inalcanzable, ya desde el primer párrafo el lector con fobia a los pajaritos y todo lo verde se pondrá en actitud defensiva. “Entre los árboles se contaban hayas, abedules, arces y tejos. (…) El eléboro violeta y la orquídea nido de pájaro crecían bien allí y proliferaban las gencianas y el tomillo...”. Pero la historia que va a empezar a desarrollarse tiene poco de bucólica y mucho de sarcasmo, retratando tan bien el cinismo de sus personajes que a veces el autor está a punto de cruzar él mismo esa linde, con lo que la novela se sitúa en la estela de House of Cards (la versión británica es contemporánea) y puede así complacer al lector más reticente.




En realidad El regreso de Titmuss pertenece a ese poblado género tan británico que retrata la destrucción de la magnífica campiña inglesa y, más en general, del glorioso pasado de la isla, en aras de una modernización destructiva y sin memoria. Más allá de lo que esto pueda tener de leyenda (cualquier tiempo pasado...), la conversión de Inglaterra en un país de peluqueros parece evidente. Como dice uno de los personajes principales, lo que más detesta del partido conservador es que no sean conservadores: debido a la política de capitalismo salvaje instaurada por Thatcher, todo lo que hacía a los ingleses sentirse orgullosos de sí mismos estaba siendo sustituido por la única ambición de hacerse ricos.

Pero la contradicción se hace evidente en el mismo Titmuss, quien desdeña a todo aquel que no comulga con el axioma de que el dinero mueve el mundo, pero que en su vida particular tiene motivos mucho más elaborados para actuar como lo hace, siendo el rencor su principal acicate. Son personas como él las que hacen que “las cosas buenas -las luciérnagas, las lechuzas, las tierras cultivadas, las pescaderías y las chicas a quienes les gustaba que las llamasen guapas- estén en franca retirada”. En la tercera parte de la trilogía Mortimer retrata la llegada al poder de los laboristas, para muchas una versión con un cierto tinte verde de los conservadores. Pero no creemos que Titmuss se quede con las brazos cruzados. Veremos.

Editorial Libros del Asteroide
Traducción de Magdalena Palmer

jueves, 21 de agosto de 2014

Sin blanca en París y Londres, de George Orwell


No es fácil encontrar una copia en castellano de Sin blanca en París y Londres, ni tan siquiera de segunda mano. Quizá se deba a que es visto simplemente como el primer libro de un autor que más tarde llegaría a ser muy famoso, pero en sí mismo irrelevante. Sin embargo, como todo lo que escribió George Orwell, nos atreveríamos a decir, Sin blanca en París y Londres no solo merece la pena ser leído, sino que aún hoy en día mantiene toda su vigencia. Y eso sin contar con que la prosa de Orwell siempre es una lección de escritura.

Para empezar, hay escasos libros como Sin blanca en París y Londres. Habrá pocos escritores dispuestos a morirse de hambre y pasar meses sin un techo seguro bajo el que cobijarse para experimentar en su propia carne lo que supone la pobreza más absoluta. Por eso no contamos con demasiados testimonios que combinen maestría literaria y un retrato fiel y vívido de la miseria. Por supuesto tenemos al genio de Dickens, o a Henry Miller, el indisimulado modelo de Orwell para este libro, pero en Sin blanca en París y Londres nos encontramos con una visión personal que caracterizaría al mejor Orwell.




Por ejemplo, Orwell tiene la capacidad para dar lecciones morales sin caer en el sermón. A veces pueden ser sencillos consejos como no rechazar ningún folleto que nos ofrecen en la calle, pero en otras ocasiones sus implicaciones son mucho más ambiciosas. Mejorar las condiciones de vida de los desheredados, facilitar su vida sin dar muestras de compasión ni superioridad, tratar de comprender a quien lo está pasando mal y no culparles de su desgracia. De manera literal, Orwell se puso en la piel de los marginados y, aunque fuera de manera incompleta, llegó a saber lo que sienten. Y ya no pudo ver el mundo con los mismos ojos.

El propio Orwell dice que Sin blanca en París y Londres puede leerse como uno de esos diarios de viajes, estos sí muy abundantes, solo que en lugar de retratar paisajes exóticos y culturas lejanas, Orwell se introduce en el corazón de las ciudades que tan bien creemos conocer. Pero el se centra en aquellas personas y lugares que preferimos ignorar, sobre los que habitualmente no nos planteamos preguntas ni nos preocupamos. La pobreza, tema central en la obra de Orwell, es el elefante en la habitación, el fantasma que por temor o repugnancia hacemos como si no existiera. Hay que tener el arrojo y el compromiso de Orwell para plantarle cara.

Editorial Penguin
Edición en castellano de Menoscuarto

miércoles, 20 de agosto de 2014

La última noche de Rose Daly, de Tana French


Ya desde su primera novela, El silencio del bosque, se notaba que Tana French tenía algo especial. Hay numeroso autores de novela negra muy competentes, que saben cómo construir una trama y manejan con soltura una gran cantidad de trucos para mantener la atención del lector. Pero El silencio del bosque era diferente: French tiene la capacidad para crear personajes de carne y hueso inolvidables (algo no tan común entre esa cáfila de detectives que acaban por mezclarse) y la habilidad para crear historias paralelas, no estrictamente criminales, que enriquecen sus novelas hasta convertirlas en una experiencia totalmente insólita incluso para el lector más saturado del género.

Esta peculiaridad se acentúa todavía más en La última noche de Rose Daly (Faithful Place), en la que el argumento detectivesco, pese a ocupar el centro de la historia, pasa a un segundo plano. En realidad la investigación no tiene mucho misterio y la resolución, en una estructura clásica, podría parecer descafeinada. Pero es que lo importante para French, y lo que golpea al lector, es la historia familiar de Francis Mackey (personaje que ya aparecía en En piel ajena). Un embrollo de abusos, discordias y desencuentros que parece no tener fin y en la que el aplazamiento de la condena solo concede un poco más de tiempo antes de que la tragedia explote.




French también despliega todo su talento literario en la construcción de ambientes. En La última noche se adentra en un barrio marginal de Dublín que acabaremos por conocer en toda su miseria, lo que nos ayuda a comprender el comportamiento de sus personajes. La marca de los orígenes, evidente en el paisaje circundante, actúa como si se tratara de un destino del que es imposible evadirse, y ni tan siquiera toda la tenacidad del mundo será capaz de facilitar la huida. Por eso, cuando empieza a atisbarse la salida, nada impedirá a sus personajes hacer todo lo posible por alcanzar su meta. Y esto vale tanto para el héroe, Francis, que no lo es tanto, como para su némesis.

French también describe de manera oblicua  la crisis que sacude Irlanda. La autora diagnostica que una sociedad corrupta, en la que los valores se han invertido y la satisfacción propia es el único objetivo frente al sentimiento comunitario, está destinada a la autodestrucción. Porque al fin y al cabo la sociedad la forman individuos. Así que no está muy claro dónde empieza el círculo vicioso, y si las tinieblas llegan hasta el hogar, apenas queda espacio para la esperanza.

Editorial Círculo de Lectores
Traducción de Gemma Deza Guil

lunes, 11 de agosto de 2014

Al diablo con Picasso, de Paul Johnson


En la introducción a Al diablo con Picasso, recopilación de sus artículos de principios de los años 90, Paul Johnson incluye algunos útiles consejos sobre cómo escribir una buena columna. Lo que no dice es que para un lector es sano frecuentar a columnistas que expresen opiniones contrarias a las suyas y que le permitan reflexionar sobre ideas que daba por asumidas. Es probable que la discrepancia se mantenga, pero al menos le servirá para contrastar con puntos de vista dispares y que se plantee la posibilidad de estar equivocado. Como mínimo, y este sí es uno de los consejos de Johnson, habrá aprendido algo.

Por ejemplo, el primer artículo de la colección expresa una postura poco concurrida: la generalización de la universidad ha sido una catástrofe que ha provocado una masa de jóvenes improductivos que, para más inri, poco aprenden en estos “templos de saber” y que además pueden convertirse en máquinas ideologizadas debido a la labor proselitista de los profesores. Esta será solo la puerta de entrada a una sucesión de críticas que abarcan desde el arte moderno a la impostura de lo políticamente correcto, dictaduras que Johnson detesta y que ataca con ironía y saña.




Porque Johnson es lo que se entiende por un conservador arquetípico (y eso porque es inglés, en España tendría otro calificativo). Es xenófobo (no hay nada que odie más que a los franceses, con la posible excepción de los ecologistas), homófobo (aunque no misógino, quizá porque para él ambas condiciones son incompatibles) y chovinista (el mundo se divide entre Inglaterra y los bárbaros). En un autor como Chesterton, profundamente admirado por Johnson, podemos justificar algunas de sus boutades diciendo que en su época la gente pensaba de manera diferente, pero ha pasado muy poco tiempo para que algunas de las expresiones de Johnson no nos sigan pareciendo repugnantes.

A menudo las columnas de Johnson son genuinamente divertidas, llenas de ingenio y con una gran inventiva a la hora de atacar a sus enemigos. Pero en otras ocasiones el autor parece una parodia de sí mismo, de esa imagen que tenemos del recalcitrante conservador británico, cascarrabias e incapaz de ver más allá de sus narices, quizá todavía deprimido por la salida del poder de Margaret Thatcher. En cualquier caso, Johnson sabe mucho de muchas cosas (aunque no exhibe sus conocimientos con pomposidad), y junto a él podemos pasar grandes momentos. Y cuando ya no soportamos otra imprecación campanuda, lo tenemos fácil: seguro que el siguiente artículo nos reconciliará.

Javier Vergara Editores
Traducción de Carlos Gardini

viernes, 8 de agosto de 2014

Alguien que anda por ahí, de Julio Cortázar


El centenario del nacimiento de Julio Cortázar parece haber supuesto, más que una ocasión para la celebración de su obra, un punto de inflexión para su derrumbe. De todas partes surgen opiniones de escritores que menosprecian su escritura, atacan su legado y ponen en cuestión su relevancia en la literatura en español del siglo XX. Sus razones tendrán, pero nosotros vemos en esta razia, al menos en algunos casos, un componente edípico. Pocos serán los escritores en español que no hayan dado sus primeros pasos a la sombra de Cortázar, pocos aquéllos que no hayan escrito sus primeros cuentos bajo la evidente influencia de este, todavía, gigante de las letras.

También es cierto, y no nos cuesta admitirlo, que hoy en día se hace difícil regresar a los libros de Cortázar. El temor a la decepción es muy poderoso, y el recuerdo de los grandes momentos de lectura pasados a su lado demasiado preciosos para arriesgarse a emborronarlos. Hojear Rayuela puede ocasionar estupor y la duda de si a fin de cuentas sus críticos no tendrán razón. Pero no debemos dejar que otros opinen por nosotros y desterrar a nuestros ídolos movidos por los vaivenes de las modas literarias, siempre teñidas de inquinas personales, envidias y motivos inconfesables.




Alguien que anda por ahí no es uno de los libros de relatos más famosos de Cortázar y su recuerdo no es lo suficientemente vívido como para arruinarnos gloriosos embellecimientos. El primer relato, Cambio de luces, acabará con todas las precauciones: por esto queremos tanto a Cortázar, por estos cuentos delicados, tan cercanos a nosotros como excéntricos y sorprendentes, tan humanos y a la vez literarios, tan evocadores como en última instancia melancólicos y desconcertantes.

Se podría decir que en lo que viene a continuación hay cierta reiteración, que esa mezcla entre lo cotidiano y lo fantástico a veces suena a fabricado, que el recurso al giro final se hace previsible, que el virtuosismo verbal puede agotar. Pero en cada relato hay al menos un destello, y en los mejores, como El nombre de Boby, hay genuina inquietud y ese golpe de revelación que tanto nos impacta. En realidad no somos nosotros, los que ya hemos disfrutado a Cortázar, los que debemos juzgarlo, sino que quienes deben valorar su permanencia son los lectores que ahora se acercan por primera vez a él. Denle un voto de confianza.

Editorial Alfaguara

jueves, 7 de agosto de 2014

Tres noches, de Austin Wright


No hay apuesta más arriesgada para un escritor que incluir en una novela una historia que debe fascinar a sus personajes. Con que el lector plantee la menor reticencia, todo el cimiento sobre el que se apoya la suspensión de la incredulidad se viene abajo. Pero Austin Wright tiene la audacia suficiente para doblar esta apuesta y en Tres noches incluye nada menos que una novela íntegra que debe transmitir la sensación de estar totalmente cautivo de una narración. Hace falta mucha audacia para intentarlo y mucho talento para lograrlo. Y Wright hace saltar la banca.

Animales nocturnos, la novela escrita por uno de los personajes de Tres noches, es una sobrecogedora narración de implicaciones que van mucho más allá de un convencional relato de misterio. Un simple paso en falso hace que la vida de su protagonista cambie de la noche a la mañana. Lo inimaginable, la tragedia más pura, aparecen primero como algo que no te puede pasar a ti y más tarde como una realidad imposible de asumir. Si al principio la tensión hace casi imposible apartar la lectura, más tarde la incomodidad y la turbación serán tan poderosas que la necesidad de conocer el desenlace tiente con echar una ojeada preventiva a las últimas páginas.




Uno de los reclamos publicitarios más comunes para vender una novela es eso de “no se puede dejar de leer”. Podría causar cierto rubor que sea el autor mismo quien dijera eso de su propia obra, pero en Tres noches, cuando Susan, la lectora de Animales nocturnos, lo dice, parece plenamente justificado. Hay algo en esa historia que provoca perpetua inquietud, con un terror subterráneo que cuando explota lo hace sin dejar testigos, algo relacionado con el destino y la fatalidad, la responsabilidad, la aceptación, la venganza. Grandes asuntos tratados a ritmo de thriller y sin concesiones.

Pero es que, por si esto fuera poco, Tres noches es mucho más. En cierta medida se podría considerar un libro experimental, pues pocas veces un personaje de un libro lee al mismo tiempo que el lector una novela, que va comentando y a la que aporta su propio punto de vista, lo que sumado a la propia experiencia del lector provoca una especie de mise en abyme fascinante. Cierto que por momentos la ruptura en la narración de Animales nocturnos puede impacientar al lector, pero a fin de cuentas la historia paralela enriquece la comprensión de la lectura y plantea sugerentes cuestiones. ¿Puede un lector llegar alguna vez a comprender de toda las intenciones del autor? ¿Somos capaces de cambiar el pasado a través de la literatura? ¿Puede realmente un libro cambiarnos la vida? A esta última pregunta siempre hemos respondido: un libro no, pero muchos libros sí. Y Tres noches es muchos libros en uno.

Editorial Salamandra
Traducción de Héctor Silva

martes, 5 de agosto de 2014

1914-1918. Historia de la Primera Guerra Mundial, de David Stevenson


Se podría maliciar que la única razón de la abundante presencia en los medios de comunicación de noticias sobre la Primera Guerra Mundial se debe a la escasez veraniega de novedades, pero lo cierto es que el centenario del inicio de la guerra es una oportunidad, que no se puede dejar escapar, para recordar un momento clave en la historia moderna, cuyas secuelas siguen vivas, y a menudo de manera inquietante. El hecho de que no solo los periódicos, sino también las mesas de novedades de las librerías estén repletas de estudios sobre este conflicto indica que un interés genuino por saber más sobre la Gran Guerra, hasta ahora apartada por la omnipresente Segunda Guerra Mundial (¿cuantos documentales sobre nazis podrán realizarse antes de llegar a un colapso?).

Si nos quedamos en ciertas ideas preconcebidas, lo que estudiamos hace ya demasiados años y el recuerdo de algunas películas poco memorables, corremos el riesgo de que la Primera Guerra Mundial se convierta en algo así como la Guerra de los Siete Años: algo lejano, que no sabemos muy bien por qué se produjo ni qué consecuencias tuvo. Pero el conocimiento de esta hecatombe debe resguardarse para comprender la Europa actual y, si fuera posible, para evitar caer en los mismos errores que llevaron al desastre. Sería exagerado, como pretender algunos, ver en la situación actual un calco de las condiciones previas que llevaron a la guerra, pero tampoco deberíamos descuidar las lecciones que nos da la historia.

Entre las abundantes novedades que tratan el conflicto que han aparecido en los últimos meses, nos parece que debe ser destacada 1914-1918. Historia de la Primera Guerra Mundial, de David Stevenson. Sin duda esta guerra da para infinidad de monografías, cada detalle de la contienda puede dar para un voluminoso tomo que seguiría siendo insuficiente, pero si se quiere tener una visión general, el libro de Stevenson puede colmar todas las expectativas. Desde el contexto internacional previo que posibilito el desencadenamiento de las hostilidades hasta las secuelas que llegan hasta hoy mismo, Stevenson presenta un panorama amplio y detallado que no deja ninguna de las cuestiones principales sin resolver.




Durante el siglo que ha pasado no ha dejado de escribirse sobre los motivos de la guerra, su desarrollo y su conclusión, por lo que se hace perentoria una síntesis explicativa. Stevenson, que logra ilustrar al lector gracias a su claridad expositiva, no se centra simplemente en una narración puramente bélica, sino que dedica gran parte de su estudio a explicar la situación política, la influencia del ambiente intelectual o el sufrimiento de las personas de a pie. Cada apartado es desarrollado de manera sencilla, pero sin caer en el esquematismo, y las conexiones se realizan de manera inexorable: cada paso que lleva primero al desencadenamiento de la guerra y después a su resolución se explica de manera cuidadosa y comprensible.

Aunque Stevenson sigue una línea clásica, también tiene sus ideas propias sobre algunos temas que se han convertido en tópicos incuestionables y que sin embargo merecerían ser al menos revisados, pues los planteamientos que aporta el autor son más que convincentes. Por ejemplo, rechaza la condición casi azarosa que a menudo se da al inicio de la guerra, como si hubiera sido fácilmente evitable en el caso de que, por ejemplo, Princip hubiera errado su tiro. También es novedoso que Stevenson no busque los motivos de la Segunda Guerra Mundial en las duras condiciones del Tratado de Versalles, como se ha repetido hasta convertir esta interpretación en dogma de fe, sino que fue la desunión de los Aliados durante los años 20 y 30 la que posibilitó el ascenso de Hitler.

En cualquier caso, aquí estamos resumiendo a través de generalizaciones, algo que jamás hace Stevenson. Sus opiniones siempre son matizadas, sus explicaciones nunca son unívocas. Es evidente que un suceso tan importante como la Primera Guerra Mundial no tiene su origen en un solo motivo, y que cualquier gran episodio del conflicto, ya sea la victoria en una determinada batalla o la entrada de diferentes países en guerra de uno u otro lado, no tienen una explicación que se pueda resumir en dos frases. Por eso son necesarios libros como este, para saber que la historia no es una simple sucesión de fechas ni de ideas recibidas que se puedan repetir para aparentar un conocimiento que en realidad no se posee, sino un conjunto de hechos complejos y contradictorios que hay que estudiar con perspectiva y tratar de comprender con amplitud de miras.

Editorial Debate
Traducción de Juan Rabsseda Gascón y Teófilo de Lozoya

viernes, 1 de agosto de 2014

Que d'os!, de Jean-Patrick Manchette


Es extraño que no se hable más de Jean-Patrick Manchette. En un momento de eclosión del género negro en el que se está produciendo cierto batiburrillo, no vendría mal reivindicar a un autor que supo revitalizar la novela de detectives. Al parecer fue el propio Manchette quien creo el término “neo-polar” para caracterizar un tipo de novela negra que incluía preocupación social y una indisimulada ambición política: elementos que han hecho del género algo más que un pasatiempo intrascendente.

Pero Manchette no era un simple escritor al servicio de una idea. Sin ir más lejos, en Que d'os! (Un montón de huesos) incluye tanta dosis de acción como podría exigir el lector más ávido de emociones. Sin embargo, la parte de denuncia social está expresada de una manera mucho más indirecta. La corrupción política y policial es presentada como la cosa más natural del mundo, lo que por contraste tiene unas implicaciones aún más explosivas. La sociedad está podrida y nadie parece preocuparse por cambiar las cosas.




Por eso Tarpon, el detective protagonista, es un héroe modesto. Uno de esos marginados para los que “hacer lo que hay que hacer” se convierte en una cuestión moral. En un desarrollo tan alocado como coherente, Tarpon se verá rodeado de todo tipo de enemigos y contará solo con la ayuda de unos pocos amigos comprometidos con la justicia. En la mejor tradición del género, son los individuos los que tienen que enfrentarse a organizaciones criminales. Y que este concepto pueda chocar con las convicciones políticas de Manchette no parece que le cause ningún problema. Es lo que tiene el desencanto.

Si Manchette es capaz de escribir una novela política sin que se note, otro de sus grandes valores es que también sabe escribir una novela negra con todos los elementos que se esperan (cinismo, diálogos afilados, tramas rocambolescas, violencia) sin caer en la fórmula. Desde la ironía y el manejo de los recursos narrativos, el autor consigue que el lector siga sorprendiéndose a cada nuevo enredo. Porque Manchette, además de un extraordinario escritor, también era uno de los mayores expertos europeos en el género. Se las sabía todas, y aunque el lector piense que está a su altura, descubrirá (para su gozo), que no es así.

Editorial Gallimard
Edición en castellano de Bruguera