jueves, 20 de noviembre de 2014

El nombre en la punta de la lengua, de Pascal Quignard


Parece imposible que un libro tan pequeño como El nombre en la punta de la lengua (poco más de 100 páginas) contenga tantos misterios. Siempre ha sido difícil describir la escritura de Pascal Quignard, pero un libro como este escapa a cualquier intento de categorización. Comienza con un prólogo que no se parece a ningún prólogo, para después contar una leyenda medieval de apariencia tan sencilla como rica en símbolos, y concluir con un ensayo personalísimo sobre lenguaje y silencio.

Si la leyenda de Colebrun y Jeûne es un trabajo de orfebrería, un hechizo en sí misma, la segunda parte del libro, Pequeño tratado sobre la Medusa, se presenta como la necesidad del autor de expresarse, de dejar por escrito pensamientos dispersos que para él tienen una relevancia vital. Es oscuro y filosófico, pero también deslumbrante. Al contrario que ese tipo de literatura solipsista cerrada sobre sí misma, la escritura de Quignard abre caminos.




Como la mayoría de los escritores, Quignard confiesa que tiene grandes dificultades para expresarse verbalmente. Incluso a lo largo de su vida ha tenido episodios de mutismo total. Pero, como escritor, su gran preocupación no es ya qué escribir (ese engaño de la página en blanco), sino para qué. La búsqueda y el encuentro, la infancia, la epifanía. Puede que sean lugares comunes, pero Quignard los trata con una profundidad casi insólita.

El propio estilo del autor es una declaración de intenciones. Es denso, tan poblado de referencias (algunas tan íntimas que son casi de imposible interpretación), con una narración intrincada y de apariencia caprichosa, que a veces parece totalmente ajeno al lector, quien sin duda no es una de sus mayores preocupaciones. Quignard tiene muchos motivos para escribir, pero sin duda complacer no es uno de ellos.

Editorial Folio
Edición en castellano en Arena Libros

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