miércoles, 29 de abril de 2015

El deber, de Ludwig Winder


Al igual que el personaje interpretado por Charles Laughton en Esta tierra es mía, película con la que El deber tiene varios puntos en común, Josef Rada parece en un principio ajeno a las consecuencias más terribles de la guerra. No le gusta que su país, la joven democracia checa, haya sido invadida por los nazis, pero él es una persona apolítica, un burócrata eficaz y padre de familia modélico. Su única pretensión es que le dejen tranquilo.

Por eso lo más extraordinario del libro de Ludwig Winder es asistir a ese momento en el que una persona corriente se convierte en un héroe. Es inevitable que el lector se ponga en su lugar y se plantee qué haría en su lugar. Pero Rada no es el único héroe de El deber, donde abundan los personajes dispuestos a sacrificarlo todo por un bien mayor, ejemplos de solidaridad y sacrificio. Es más, estos héroes ni tan siquiera se consideran como tales: sencillamente cumplen con su obligación.




Aunque Winder escribió El deber durante su exilio británico en plena Segunda Guerra Mundial, de alguna manera logró controlar la rabia y la desesperación que debía sentir y también él cumplió el cometido que creía más conveniente a sus circunstancias escribiendo un libro como este, en el que la propaganda no es evidente ni torticera, sino que llama a lo más profundo y valeroso que hay en el espíritu humano, su capacidad de resistencia y su voluntad interior para hacer lo que cree correcto.

Y no consideramos “propaganda” como algo negativo. En las circunstancias en las que escribía Winder no le quedaba más remedio que posicionarse y aportar a la batalla contra el nazismo su talento. Los personajes no son caricaturas ni construcciones de una pieza, sino que incluso los más abyectos, como el traidor Fobich tienen su lado más humano, por desagradable que sea este. Así, El deber es una novela literariamente impecable, llena de intriga y capaz de absorber toda la atención del lector, también de causar estupor y de enardecer los ánimos. Winder colaboró de sobra con su escritura en el esfuerzo de guerra.

Editorial Periférica

Traducción de Richard Gross

martes, 28 de abril de 2015

Los políglotas, de William Gerhardie


En algunos momentos de Los políglotas el lector no tiene más remedio que parar, tomarse un respiro, relajarse y solo cuando ya se encuentra con fuerzas, volver a la carga. En caso contrario la risa que causa el libro de William Gerhardie puede convertirse en nerviosa y acabar provocando un colapso. También hay otros momento en los que la expectación creada, el “a ver ahora con que sale este” es tan sobrecargada que el lector apenas puede aguantarse hasta llegar al final de la broma.

El libro esta narrado y protagonizado por un vanidoso y pedante al que enseguida se le coge cariño, el recién desmovilizado Georges Hamlet Alexander Diabologh, quien va a visitar a su excéntrica familia a Tokio, donde se mezclará con todo tipo de personajes, ninguno de ellos muy equilibrado. Con unos antecedentes familiares que harían las delicias de Edith Sitwell y unas ramificaciones que parecen alcanzar cualquier rincón del planeta, George se encontrará en su salsa en su exótico nuevo emplazamiento.




Aunque el humor de Gerhardie enseguida nos recuerda a otros autores británicos (con Evelyn Waugh a la cabeza, por supuesto, pero también llega a Gerald Durrell, por ejemplo), sería difícil encontrar su secreto, poder imitarlo. Porque mucho nos tememos que en los retratos del autor hay mucho tomado del natural, que esos personajes pirados y esas escenas sin sentido tienen una base muy real. A esto se le añade la capacidad de Gerhardie para sacar el máximo partido a cualquier detalle y de encontrar el lado cómica a cualquier circunstancia.

También hay un aspecto extraño en la novela que ha escrito George, y es que detrás de tanto humor absurdo se encuentra cierta tristeza, que se manifestará claramente en la parte final. La Gran Guerra acaba de terminar y el nihilismo expresado por George se puede entender como una pomposa muestra de sus limitadas ambiciones filosóficas, pero también como una muestra de que después de la criminal contienda era muy difícil volver a tomarse algo en serio. Aunque, al final, descubra que no siempre puede vivir en una continua opereta.

Editorial Impedimenta

Traducción de Martín Schifino

viernes, 24 de abril de 2015

Dardos de papel, de Virginia Woolf


A lo largo de su vida Virginia Woolf escribió cerca de cuatro mil cartas a destinatarios de todo tipo, entre los que se encontraban algunas de las mentes más brillantes de la cultura inglesa de principios de siglo, por lo que su correspondencia se ha convertido en una fuente de incalculable valor para conocer los entresijos de un mundo tan interesante en sus interioridades como fecundo en el campo intelectual, además de ser testimonio del talento de una de las mejores escritoras de ese periodo especialmente fértil en grandes novelistas y artistas de menor talento pero innegable encanto.

Dardos de papel es una selección de alrededor de cien cartas de este monumental archivo, y en el destaca la vertiente más personal de la autora, a la que conoceremos no tanto por los hechos más puramente biográficos, sino por su manera de relacionarse con los demás. Su estilo, más que sus palabras, son las que dan el tono de la narración. Pero gracias a la estupenda labor de contextualización de Frances Spalding el lector no especialmente conocedor de la vida de Woolf puede seguir su trayectoria con facilidad y sin perderse los detalles más sutiles.




Entre las cartas elegidas hay multitud de textos dirigidos a sus familiares, fundamentales en la estabilidad de Woolf, pero también a personas tan relevantes en la historia cultural de Inglaterra como Gerald Brenan, Dora Carrington o Lytton Strachey (y esto sin contar a personas con nombres tan inverosímiles como Saxon Sydney-Turner, que parece salido de una novela de Nancy Mitford, o de su propia familia). Siempre con elegancia, a menudo con malicia, a veces con una sinceridad terrible, Woolf construye a través de su correspondencia una parte no menor de su obra.

Aunque la traducción no es la mejor imaginable, con Dardos de papel podemos acercarnos a esta interesante y no bien conocida faceta de la obra de Woolf. Como dice la propia Spalding se trata de una introducción, pero la cuidada edición, repleta de ilustraciones de los artistas compañeros de generación de Woolf (su hermana Vanessa Bell, Duncan Grant, Roger Fry) y de fotografías de los protagonistas, nos acerca a un mundo en el que todo era posible (como que un hombre se casara con la hija de su antiguo amante), y en el que la superficialidad no lograba ocultar que el desastre (la guerra, el suicidio) esperaban a la vuelta de la esquina.

Editorial Odín
Traducción de Ana Lizón

jueves, 23 de abril de 2015

La lluvia antes de caer, de Jonathan Coe


Jonathan Coe tiene acreditada su capacidad para crear historias de una construcción perfecta, ese tipo de narraciones en la que todos los detalles acaban por tener sentido y los diversos hilos que conforman un argumento terminan por entretejer un conjunto pleno de sentido, sin cabos sueltos. También tiene el talento suficiente para que no se note el entramado y que sus historias fluyan con naturalidad, aunque a veces sucumba a la tentación de mostrar al autor que hay detrás de estas novelas redondas.

Quizá consciente de esta facilidad para la escritura, en La lluvia antes decaer Coe se plantea un reto de difícil resolución. Es más, dos retos, un doble salto mortal, del que sin embargo sale indemne. Habitualmente se compara el arte de la escritura con la música, y en La lluvia Coe explicita esta correlación, pero una simetría que parece abandonada en los últimos tiempos es la que emparenta la narrativa con la pintura, expresada en eso tan pasado de moda que son las descripciones.

Por su parte, Coe no teme parecer pasado de moda ni se arredra ante las dificultades técnicas de la descripción. Así que estructura su novela a partir de veinte fotografías que le sirven como eje conductor de su historia, recreándose en el detallado y minucioso dibujo de escenas estáticas, sin por ello estorbar el desarrollo de la acción. Cada capítulo parte de una foto fija que despierta en la narradora un flujo de recuerdos y sensaciones que conforman una historia familiar triste y repleta de remordimientos.




El otro reto que debe superar Coe es lograr explicar un suceso de apariencia injustificable sin caer ni en la absolución ni en la condescendencia. No se trata ya de hablar de lo que no se puede hablar, sino de dar sentido a través de los antecedentes y de las metáforas más o menos sutiles a un hecho que trastornará las vidas de sus protagonistas para siempre. Es ese endemoniado problema que consiste en contar a quien no quiere escuchar, explicar a quien no puede entender y perdonar a quien no tiene perdón.

Coe no solo sale vivo de estos obstáculos autoimpuestos, sino que esta vez prefiere la contención al deslumbramiento. Su historia es tan dura, tan melodramática que no necesita especular ni seducir al lector con brillanteces sin sentido, sino que se camufla detrás de la voz de la narradora para que sea esta quien haga el trabajo más difícil, tarea en la que deberá ser acompañada por el lector, quien decidirá si se deja llevar por la historia de esta familia desgraciada a la que el pasado parece no permitir dar un paso adelante.

Editorial Anagrama
Traducción de Javier Lacruz

miércoles, 22 de abril de 2015

Memorias de un señor bajito, de Rafael Azcona


Rafael Azcona no es solo uno de los grandes guionistas del cine español (y de los pocos cuyo nombre es conocido por gente ajena a la profesión), sino que su mirada se logró infiltrar en el inconsciente colectivo hasta tal punto que la imagen de la España de los años 60 y 70 que hoy se podría considerar mayoritaria viene pervertida por ese mundo que creó en colaboración con diferentes directores y que ya no se sabría distinguir con precisión de la realidad. Si su escritura se basaba en lo cotidiano, ahora el relato de aquello años parece una historia de Azcona.

Pero resulta que Azcona no solo escribió guiones para otros, sino que también publicó novelas para todos. Memorias de un señor bajito fue una recopilación de textos editados en La Codorniz y no cuesta mucho encontrar en sus páginas ese espíritu entre absurdo y constumbrista que hizo famosa a la revista. En esta ocasión son los años 50 los que pasan por el tamiz del humor azconiano para aparecerse como una época barroca y esperpéntica, es decir, lo que tenemos por puramente español.




Aunque el autor no parece preocuparse demasiado por el realismo, resulta inmediatamente reconocible este ambiente de penuria, escasez e ingenio con el que asociamos ese periodo de decrepitud y miseria que fueron años 50, con un país todavía renqueante por los estragos de la guerra y en el que el “milagro económico” y el desarrollismo todavía no habían cambiado la faz de España. En estas Memorias hay mucho de picaresca, de burla como deporte nacional, de buscarse la vida, y aunque parece que ni el protagonista ni el autor se toman nada en serio, de fondo hay una tristeza medular.

En la novela Azcona se permite un desbordamiento estilístico que en sus películas debía estar mucho más contenido. Es asombrosa su capacidad para jugar con las frases hechas y darlas la vuelta para crear imágenes totalmente novedosas. En la mejor tradición del absurdo, tampoco se cansa de jugar con los tópicos más manidos para darles una aire nuevo y destapar lo que se oculta detrás de los convencionalismos con los que se construye la literatura. Y la vida.

Editorial Pepitas de calabaza

martes, 21 de abril de 2015

Le Royaume, de Emmanuel Carrère


Desde la publicación de El adversario Emmanuel Carrère se ha convertido en uno de los escritores más influyentes y admirados de la actualidad. No queremos volver una vez más a consideraciones teóricas sobre la autoficción y las novelas sobre hechos reales (cuestiones que en cualquier caso Carrère ya ha superado), pero lo cierto es que todos los libros de este autor son inmediatamente reconocibles (entre otros motivos, porque él siempre es uno de los personajes principales). Sin embargo, en Le Royaume (El Reino), sin dejar de ser él mismo, Carrère da un paso más allá y en esta ocasión se ocupa de transformar un nuevo género: la novela histórica.

La primera parte de Le Royaume es la más parecida a los anteriores libros del autor. En ella Carrère relata sus “años cristianos”, una época en la que tras una fuerte depresión que le llevó a las puertas del suicidio tuvo una revelación y regresó a la Iglesia que durante mucho tiempo había abandonado. Más que un capricho, la religión se convirtió para él en una obsesión (era de los de misa diaria y estudio cotidiano de las Escrituras). Pero, tan repentinamente como le había llegado, la pasión se le fue y Carrère volvió a ser el agnóstico dubitativo de costumbre.

Uno de los aspectos más interesantes del libro es esta confrontación entre los dos (como mínimo) Carrère: el que escribe ahora Le Royaume, escéptico y pragmático, y aquél de hace veinte años, devoto y convencido. Al contrario de lo que se podría esperar, el autor en ningún momento se muestra irónico ni condescendiente, ni con su antiguo yo ni con los creyentes. Quizá por que lo ha vivido, sabe que el camino más fácil sería burlarse de estas creencias anacrónicas y ridículas, pero prefiere tomárselo en serio, sin ningún complejo de superioridad.

Con la misma seriedad se inicia la segunda parte del libro, un viejo proyecto de Carrère sobre la vida de Pablo y los primeros cristianos. El escritor, al que algo le queda de sus estudios de Historia, pone todo su empeño y años de investigación para poder reconstruir ese momento clave en la historia de la humanidad, ese periodo en el que si algo hubiera sucedido de manera diferente, por muy insignificante que pudiera parecer, habría trastocado todo el devenir de la historia de occidente. Pero además de historiador más que aficionado Carrère es ante todo novelista, y en su relato priman los detalles, la percepción psicológica, la construcción de personajes y tramas.




Estos apuntes cobran todavía más fuerza en la tercera parte de Le Royaume, el núcleo de esta nueva forma de escribir novela histórica, una manera de renovar el género que parece increíble que hasta ahora no se hubiera planteado, acorde como está con los tiempos actuales. Es una especie de making-of en el que Carrère investiga la investigación llevada a cabo por Lucas para escribir su evangelio. A través de esta búsqueda conocemos la Roma cotidiana del siglo I y muchos detalles sobre la sociedad del imperio, sin olvidarse del objetivo más puramente narrativo, entremezclado con el evidente fondo de la cuestión, la vertiente espiritual y profundamente íntima de la religión.

Para acercar esta historia a la actualidad, y como hacían los pintores medievales cuando vestían a sus personajes bíblicos con ropajes contemporáneos y los situaban en paisajes de Flandes o el norte de Italia, Carrère no tiene empacho a la hora de modernizar las referencias. Más allá de sus habituales alusiones al yoga o el psicoanálisis, el autor no tiene problema en utilizar analogías referentes a comunistas, colaboradores o islamistas para hacer más accesible un mundo que al lector actual le puede parecer totalmente ajeno.

En ningún momento Carrère oculta la vertiente más autobiográfica de su escritura. Cuando habla de Lucas también está hablando de sí mismo. Pero, al contrario que muchos autores de esta corriente de renovación estilística, Carrère tiene muy definidos los límites. Deja claro cuando está hablando de hechos, cuando hace interpretaciones personales y cuando, directamente, fabula. Y no engaña al lector: su estilo (gran estilo donde los haya) es claro, directo, sin novelerías del peor estilo.

Carrère, que en sus años de creyente estudió el evangelio de san Juan de manera meticulosa, que tiempo después colaboraría en una adaptación moderna del evangelio de san Marcos y que para la preparación de Le Royaume dedicó siete años a estudiar el evangelio de san Lucas, se ocupa en la última parte de su libro de indagar en las partes más oscuras de la vida de Jesús y los apóstoles, se mete de lleno en disputas que han perturbado y siguen perturbando a todos aquellos que se han acercado a esta historia, sin ni tan siquiera necesidad de tener fe. Porque las enseñanzas que ofrecen no están limitadas a aquellos que creen, sino que son enriquecedoras (y a menudo inquietantes) para todo aquel que mantenga el espíritu libre y la mente abierta.

Editorial P.O.L.

viernes, 17 de abril de 2015

La última causa perdida, de Dennis Lehane


Según un dicho griego, el remordimiento es como el mal olor, después de un tiempo te acostumbras y acabas por no notarlo. Pero este aforismo no parece aplicarse a todo el mundo, desde luego no a Patrick Kenzie, el detective protagonista de las novelas de Dennis Lehane, y tampoco al propio autor. Si después de doce años de los sucesos relatados en Desapareció una noche Kenzie tiene que seguir enfrentándose a su decisión (correcta, pero equivocada), el hecho de que en La últimacausa perdida vuelva a encontrarse en una situación similar y con los mismos protagonistas deja claro que todavía tiene cuentas pendientes, al igual que Lehane.

La cuestión moral que está en el fondo de estas historias paralelas es tan compleja que su lugar natural parecería encontrarse en manuales de filosofía, y no en unas novelas negras de apariencia canónica (investigación detectivesca, violencia explícita, diálogos cortantes). Pero ya sabemos desde hace tiempo que tras esta capa de género y su maestría en la construcción de tramas Lehane también posee un poderoso impulso ético que hace que sus personajes no se muevan solo por conveniencias del argumento, sino que hay un poso humano que convierte a Kenzie y Gennaro en seres de carne y hueso, con sus dudas, sus errores y sus lamentos.




En el apartado más puramente narrativo, La última causa perdida funciona como un tiro. Lehane no se anda con rodeos y dispara la acción desde la primera página, con sus habituales giros inesperados ya presentes desde la introducción. Aunque el libro podría leerse de manera independiente, sin duda el lector habitual de la serie tiene mucho ganado respecto a implicaciones. Como sus personajes, que con una mirada ya se lo dicen todo, el lector puede sacar muchas conclusiones de un solo gesto. Y así avanza el embrollo, con referencias sutiles, golpetazos directos y (re)encuentros inevitables.

Otro aspecto que arraiga La última causa perdida en el género negro es su preocupación por la creación de ambientes y su descripción de la sociedad, siempre con una visión oscura y algunos destellos de esperanza. Pero esto que ya se ha convertido en un tópico cansino, en manos de Lehane recobra fuerza. Precisamente cuando sus personajes ya están cuesta abajo (aquí Kenzie es el héroe cansado), Lehane demuestra que con unos pocos apuntes, con alusiones casi de refilón, se puede hacer un ajustado retrato del mundo que nos rodea sin caer en el pesimismo de salón tan a la moda.

Pero, como decíamos, este desarrollo de pura novela negra es solo una parte de la historia. No es que Lehane se ponga a dar la matraca con consideraciones morales, pero si que propone interesantes y controvertidas ideas sobre responsabilidad, justicia y honor. Kenzie es un tipo duro, pero de esos que siempre mantienen su palabra, incluso hasta límites que a cualquiera le podrían parecer exagerados, poniéndose en peligro no solo a sí mismo, sino a los que más quiere. Pero es que Kenzie más que un detective es como uno de esos personajes de película del Oeste, salido de Grupo Salvaje, que sabe lo que tiene que hacer y lo hará caiga quien caiga.

Editorial RBA
Traducción de Ramón de España

jueves, 16 de abril de 2015

Nos vemos allá arriba, de Pierre Lemaitre


Si en 2014 se publicaron excelentes estudios históricos que nos permitieron un mayor conocimiento y nuevas aproximaciones sobre el origen y desarrollo de la Gran Guerra, era necesaria la aparición de una novela que estuviera a la altura de esta recuperación de la memoria del que seguramente sea el acontecimiento más trascendente en el devenir europeo del último siglo (se podría argumentar convincentemente que la Segunda Guerra Mundial no fue más que una consecuencia de la Primera). Y Nos vemos allá arriba parece reunir todas las condiciones para ser esa novela.

Y eso que el libro de Pierre Lemaitre arranca precisamente al finalizar la contienda, cuando un pobre desgraciado se lleva “la última bala”. Como si de una continuación de Sin novedad en el frente se tratara, Lemaitre se ocupa de retratar la vida de dos apenas supervivientes que tienen que apañárselas como pueden en su regreso a la vida civil, cuando la sociedad parece reservar todo su cariño y honor a los caídos, sin acordarse en absoluto de los que han regresado.




Como no podía ser de otra manera, en Nos vemos allá arriba hay mucho dolor, rencor y miseria. El mundo que retrata Lemaitre está formado por miserables, trepas y despiadados hombres de negocios, muy en la línea de la literatura francesa de la época. Pero también hay espacio para el humor, reservado a las acotaciones irónicas del narrador y al retrato de unos personajes a los que trata sin disimulo con cariño o desprecio, y repartiendo suertes con la generosidad o el rencor apropiados.

Porque Lemaitre no tiene empacho en mezclar el rigor histórico en la descripción de ambientes con el más puro artificio literario. Así, el malo oficial de la novela, Pradelle, es comparado explícitamente con el Javert de Los miserables, y su perfecta malicia está cuidadosamente calculada para formar uno de esos personajes que al lector le encanta odiar. De la misma manera, se suceden y mezclan acontecimientos reales con otros puramente ficticios y personajes basados en figuras históricas con otros salidos de la mente de Lemaitre o incluso de otras novelas.

Este juego nunca pretende ser uno de esos artificiosos embustes que tratan de pasar fabulosas narraciones por historias (por cierto, Lemaitre y Orejudo pertenecen a la misma categoría de escritores, gozosos y imparables), sino que es una hábil construcción en la que el mensaje es tan claro que no hace falta ni detenerse en él. Por eso el autor tiene espacio para recrearse en la pura narración, en el placer de desarrollar una buena historia que ha llegado en el momento más oportuno.

Editorial Salamandra
Traducción de José Antonio Soriano Marco

martes, 14 de abril de 2015

Sonámbulos. Cómo Europa fue a la guerra en 1914, de Chistopher Clark



Cuando en 2008 Nicholson Baker publicó Humo humano: los orígenes de la Segunda Guerra Mundial, el revuelo causado por sus tesis fue más allá del mundo académico. Contradiciendo las tesis habituales, Baker aseguraba que el conflicto fue provocado por la belicosidad de los aliados, quienes empujaron a Alemania a la guerra. Baker, excelente novelista, no tenía las credenciales suficientes para que sus teorías fueran tomadas demasiado en serio, y además su ideología pacifista fue un blanco fácil para calificar su posición como sesgada e infantil.

En cualquier caso, la historia de la Segunda Guerra Mundial todavía sigue despertando unas pasiones que hacen difícil alcanzar la ecuanimidad y una postura libre de prejuicios ideológicos. Sin embargo, la Gran Guerra puede verse con más perspectiva, y no por ser más lejana, sino porque en esta contienda no está tan clara la división entre “buenos” y “malos”, aunque los papeles han sido otorgados sin demasiadas complicaciones. Y he ahí precisamente el problema.

Seguramente gracias a ese mayor distanciamiento, las tesis expuestas por Christopher Clark en Sonámbulos. Cómo Europa fue a la guerra en1914 han despertado admiración y en general han sido aceptadas como un enriquecimiento en el estudio de los orígenes de la Gran Guerra, cuando sus conclusiones son como mínimo igual de revolucionarias que las de Baker, hasta el punto de crear un nuevo paradigma que hará reescribir el concepto más extendido que se tiene sobre las causas que dieron origen a la Primera Guerra Mundial.

Según el relato tradicional en los años previos al inicio de la contienda se produjo entre las potencias europeas una escalada armamentística causada por choques imperialistas ente las diversas potencias que desembocó en diversos conflictos (la crisis de Agadir, las guerras de los Balcanes) y que tras el atentado de Sarajevo, que acabó con la vida del heredero al trono del imperio austro-húngaro, llevó irremediablemente al inicio de las hostilidades.

De acuerdo con esta narración clásica, el atentado no fue más que una excusa, un incidente casi irrelevante (de no haberse producido, igualmente se habría iniciado una guerra continental); el imperio austro-húngaro era un conglomerado enfermo y en descomposición; Alemania era un país eminentemente belicista liderado por un fanático ansioso por provocar una guerra y las democracias liberales no tuvieron más remedio que unirse para defender la Civilización.




Pero Clark tiene un discurso mucho más matizado, hasta el punto de que muchas de estas ideas recibidas son totalmente desmontadas a favor de una nueva interpretación de los hechos. Aunque el autor abomina de la idea de “repartir culpas”, ya que la situación era demasiado compleja para indicar quién fue el causante de qué, para empezar niega la condición anecdótica del atentado en Sarajevo. Al igual que David Stevenson en 1914-1918. Historia de la Primera GuerraMundial, Clark sostiene que el asesinato de Francisco Fernando sí fue clave en el devenir de los acontecimientos, y que de no haberse producido las cosas podrían haber sido muy diferentes.

Y, respecto al atentado, Clark no tiene duda de la implicación Serbia, cuyo gobierno como mínimo hizo la vista gorda. Si se buscara un causante último en lo que iba a pasar, sin duda la inestable, violenta y expansiva Serbia tiene todas las papeletas para asumir gran parte de la responsabilidad. Pero es que además para Clark Austria-Hungría no estaba en la posición decadente en la que se la suele dibujar, sino que, pese a sus indudables problemas crónicos, gozaba de cierta estabilidad. Tampoco el kaiser Guillermo II, un personaje ridículo y aborrecible, tenía tanto poder de decisión como se ha dicho. Por otra parte en Inglaterra había un importante grupo partidaria de la guerra en las entrañas mismas del gobierno, de igual manera que en Francia los militares habían ganado cada vez más poder y en Rusia las ansias belicistas apenas eran disimuladas.

Como decíamos, no se trata de redibujar el mapa mental sobre los responsables de la guerra haciendo bascular la responsabilidad de un bando a otro, sino de tratar de ofrecer un panorama más completo y matizado. Para Clark no se puede decir que simplemente las potencias centrales llevaron a cabo una irresponsable ofensiva que obligó a Francia, Inglaterra y Rusia a defenderse, sino que la situación fue mucho más compleja, llena de detalles que podrían haber cambiado la historia de manera radical.

Otro aspecto muy relevante en Sonámbulos es la capacidad de Clark para reflejar la actualidad. No se trata de hacer un fácil paralelismo (como comparar el atentado de Sarajevo con los ataques del 11-S), sino de ayudar a comprender el pasado gracias a las claves que nos da el presente. Por ejemplo, después de las guerras de los Balcanes de los años 90, Serbia ya no es vista como una pobre víctima de las circunstancias. En un proceso de retroalimentación de gran valor intelectual, esta mejor asimilación del pasado permite entender mejor lo que está pasando ahora mismo.

Editorial Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores
Traducción de Irene Cifuentes y Alejandro Pradera

jueves, 9 de abril de 2015

Semblanzas, de Pío Baroja


Al hablar de don Benito Pérez Galdós, autor que siempre le mostró su apoyo, Pío Baroja dice que pese a su calidad técnica, había algo de bajo en su espíritu que le impidió alcanzar los niveles de altura artística que se encuentra en Dickens o Dostoievski. Sin entrar en consideraciones personales, esta idea nos parece falsa (sí, don Benito está al mismo nivel que los más grandes novelistas del siglo XIX), pero es que si se utilizara el mismo criterio para valorar la obra de Baroja, mucho nos tememos que esta no saldría muy bien parada, y sin embargo, pese a todo, sigue siendo imprescindible.

En Semblanzas, breves retratos de escritores y artistas de su época, Baroja tiene para todos. Incluso algunas buenas palabras para amigos como Azorín o Silverio Lanza, aunque lo que priman son las críticas y las anécdotas poco favorecedoras para los aludidos, entre los que se encuentran desde miembros de la Generación del 98 sin demasiado interés a jóvenes sobrevalorados como Picasso. El lector, hay que reconocerlo, disfruta con las pullas y las revelaciones de Baroja, y si el libro no sirve como reflejo ecuánime de una época prodigiosa en talentos, al menos se disfruta como uno de esos desahogos en los que el autor podía ser tan franco como despiadado: parece que su maleta de rencores estaba a desbordar.




La mayor parte del conjunto de perfiles reunidos en Semblanzas pertenece a Galería de tipos de la época, la cuarta parte de las memorias de Baroja, pero también se encuentran algunos textos menos conocidos y de valor complementario. El libro se puede entender como una introducción al barojismo o como una compilación de los mejores momentos de su malicia. Pero en cualquier caso se puede apreciar en él ese particular estilo barojiano, despojado y en apariencia poco elaborado. Se podría atribuir a sí mismo lo que dice respecto a Azorín: la búsqueda de la exactitud y de la precisión del lenguaje (no en el sentido gramatical, que le importaba poco).

Y es que, como dice Francisco Fuster en su prólogo, esta galería de personajes también se puede leer como una autobiografía de Baroja, no solo porque en la mayoría de las historias que cuenta el aparece como personaje, sino porque a través de sus opiniones y, no menos importante, de su estilo, al final del libro a quien mejor conocemos es al propio autor. Y quizá no nos apetecería mucho pasar una tarde con él, pero lo que no estaríamos dispuestos a perdernos de ninguna manera es a pasar una tarde con sus libros.

Editorial Caro Raggio

miércoles, 8 de abril de 2015

Napoléon, de Georges Lefebvre


Pese a que el título no parece dejar lugar a dudas, en realidad Napoléon, de Georges Lefebvre no es una biografía del emperador francés, sino una historia del consulado y del imperio. Obviamente la figura de Bonaparte no solo marca todo este periodo, sino que por sí mismo sirve para reflejar toda una época, pero Lefebvre no se ocupa de investigar detalles vitales sobre su personaje (nada de su infancia ni de su formación, el libro se abre con la toma del poder por Bonaparte), ni se preocupa por cuestiones psicológicas o costumbristas: no es un retrato, sino una panorámica.

Lefebvre publicó su libro en 1936, cuando la nueva historia iniciada por la escuela de los Annales ya había iniciado su revolución metodológica, influencia patente en el estilo del autor, más preocupado por amplios campos de estudio (sociedad, economía, cultura) que por el tradicional enfoque en fechas y grandes personajes. Pero los postulados teóricos del historiador en ningún momento le impiden atenerse a los hechos y limitar el alcance interpretativo de su obra. Así, aunque Lefebvre se consideraba un historiador marxista, no duda en negar el determinismo histórico: si Napoleón no hubiera existido, las cosas habrían sucedido de una manera muy diferente.




De la misma manera, la honradez intelectual de Lefebvre le impide caer en los extremos que a menudo han condicionado los estudios sobre Bonaparte. Aunque se podría considerar un defensor moderado del emperador, no esconde sus críticas ni obvia el lado más nefasto y cruel de Bonaparte. Si por una parte el gobierno de Napoleón contribuyó a crear el Estado moderno, racionalizando la administración y propiciando avances tan fundamentales como el Código civil (no en vano llamado comúnmente el Código napoleónico), también es cierto que la revolución social que prometió la Revolución francesa nunca llegó a culminarse y con el tiempo Napoleón se hizo cada vez más conservador y cercano a los intereses de la aristocracia.

Y esto por no hablar de su nepotismo sin disimulos y de su despotismo solo un poco más abierto que el del Antiguo Régimen. Incluso su indiscutible genio militar, que propició las mayores victorias conocidas en mucho tiempo, también tuvo su contrapartida desastrosa. El imperio de los cien días no fue más que un ataque de vanidad caprichoso cuyas consecuencias fueron una nueva devastación de la tierra francesa y multitud de muertes innecesarias. Con esta perspicacia a la hora de pintar los claroscuros, con su devoción al detalle y al dato exacto, Lefebvre construyó una historia del imperio que todavía sigue vigente, que se podrá actualizar y enriquecer, pero difícilmente derribar.

Editorial Nouveau Monde


martes, 7 de abril de 2015

Que se levanten los muertos, de Fred Vargas


Que se levanten los muertos es una de las primeras novelas de Fred Vargas (pertenece a lo que se podría considerar como el periodo pre-Adamsberg), y sin embargo ya posee todos los elementos que han convertido a Vargas en una autora adictiva y para muchos en la mejor escritora de novela negra de la actualidad. Puede parecer contradictorio que todas las novelas de Vargas sean tan particulares y a la vez tan reconocibles, pero es que la autora es única a la hora de mezclar elementos ya conocidos y lograr resultados sorprendentes.

Por ejemplo, el misterio que encierran sus libros siempre tiente un aire extraño, casi paranormal, pero su resolución es racionalista, cartesiana. Que se levanten los muertos, como todas sus novelas, se inicia con un suceso inexplicable, en este caso la aparición de la noche a la mañana de un haya en el jardín de una cantante de ópera retirada. Esta discordancia podría pasar inadvertida, pero da pie a que se inicia una historia en la que nada parece tener sentido y en la que los muertos (ya sea de manera metafórica o real) se ponen en pie para reclamar su venganza.




También el humor de Vargas es muy suyo. En Que se levanten los muertos aparecen por primera vez “los tres evangelistas”, Marc, el medievalista incisivo; Mathias, el prehistoriador que personifica la pervivencia del cazador-recolector; y Lucien, el obsesivo investigador de la Gran Guerra. Por supuesto, tampoco podía faltar Armand, el viejo policía retirado que se las sabe todas. Vargas podría muy bien utilizar estos excéntricos personajes para burlarse de ellos sin conmiseración, pero en su lugar los trata con cariño y respeto.

Otro elemento muy característico de Vargas es un romanticismo palpable y a la vez pudoroso. Todos sus personajes esconden una historia de amor, pero este se desarrolla casi de manera subterránea. Pero todos estos elementos que enriquecen la narración no evitan que fluya una investigación policíaca llena de recovecos y meandros imprevisibles, como no podía ser menos cuando los detectives son unos personajes tan geniales y disparatados como los tres historiadores evangelistas, con pistas falsas, sorpresas y, ante todo, el retrato de un mundo del que, al menos en materia literaria, no se querrá salir.

Editorial Viviane Hamy
Edición en castellano en Siruela

lunes, 6 de abril de 2015

Goat Mountain, de David Vann


Más allá de corrientes literarias o modelos estilísticos, parece que de vez en cuando surgen algunas historias que “están en el ambiente” y que de algún modo se reproducen como memes a lo largo del mundo manifestándose en la obra de muy diferentes autores. Según cuenta el propio David Vann los sucesos narrados en Goat Mountain son profundamente personales y dieron origen al primero relato que publicó, pero lo cierto es que esta historia salvaje y de ambiente primitivo remite a otras novelas publicadas en los últimos años.

En Goat Mountain nos encontramos con un niño y su padre (en esta ocasión acompañados por el abuelo y un amigo de la familia) situados en medio de la naturaleza y enfrentados a un hecho violento. Los personajes se encuentran como fuera del mundo, en un lugar casi mitológico en el que no funcionan las mismas reglas que “allí fuera”. Es uno de esos territorios en los que, ya sea debido a un desastre ecológico o nuclear, o situados temporalmente en una época pretérita de decadencia y abandono, parece que el futuro y el pasado se mezclan en un presente desolado.




Pero este aroma a ya conocido no tiene demasiada importancia. Por una parte, es totalmente verosímil que como cuenta Vann se trate de una historia familiar con implicaciones que le han acompañado a lo largo de toda su vida. Pero por otro lado, es que el argumento es casi secundario. El incidente brutal que desencadena los acontecimientos es simplemente el punto de inflexión a través del cual se manifiesta el sentido atávico de la crueldad, la fuerza y el asesinato como compañeros inseparables del ser humano.

Los personajes de Gout Mountain parecen vivir en un lugar previo a la civilización en el que los instintos y la ley de la sangre proclaman su preponderancia. En ese choque entre un mundo sin reglas (o con reglas tan sanguinarias como las expuestas en el del Antiguo Testamento) y en el que el mensaje del Nuevo Testamento es tomado en su vertiente más represivo (Jesús es citado repetidamente, al igual que Caín, y la herencia de ambos es difícil de sobrellevar) se produce esta explosión en la que se mezclan el ansía de violencia, el instinto paternal y la lucha por la supervivencia. Y Vann no deja que nadie salga ileso.

Editorial Random House
Traducción de Luis Murillo Fort


miércoles, 1 de abril de 2015

Formas del amor, de David Garnett


Para muchos ingleses Francia aparece como un gigantesco escenario en el que se desarrollan pasiones y dramas impensables para el alma serena y contenida de un británico. Por eso David Garnett, que ya desde el título de Formas del amor deja clara su intención de investigar sobre las diferentes pieles que adquiere el romance, eligió con tino la France como lugar en el que desarrollar sus historias de enamoramiento, celos, adoración y decepción.

Pero más allá del decorado, Garnett no sufre el contagio del ardor meridional. Su estilo es reconcentrado, siempre yendo al grano, sin dejar apenas espacio para las interpretaciones psicológicas o las descripciones románticas (en el sentido de reflejar ánimos a través de ambientes). La historia de Formas del amor se desarrolla a lo largo de más de quince años, pero la brevedad de la novela deja claro que no hay espacio para divagaciones, solo cabe lo esencial.




Cada parte del libro se centra en una “forma del amor”, pero al igual que sus personajes se mezclan, adoptando alternativamente el peso de la acción, no se puede considerar la obra como una pieza amorfa. El corazón (término más apropiado aquí que “nucleo”) de la historia palpita en cada página sin que los desplazamientos físicos ni el paso del tiempo afecten al conjunto, trabado por Garnett con efectividad y consistencia.

Como no podía ser de otra manera, el autor se toma un tema tan dado a expansiones como el amor con cierta distancia, a pesar de que no se prive de escenas violentas y de sentimientos más grandes que la vida. Pero Garnett mantiene en todo momento una apropiada reserva, en cualquier caso no cínica, sino de profunda comprensión hacia sus personajes. Estos parecen vivir por y para el amor, como en una película francesa, pero lo que queda es una grave ligereza, como en una novela inglesa.

Editorial Periférica
Traducción de Marian Womack