martes, 30 de junio de 2015

Viajes con Charley, de John Steinbeck


Puede que en algún momento la reputación de John Steinbeck estuviera por encima de su verdadera talla literaria (Buñuel ponía como ejemplo que tuviera el premio Nobel para denunciar el expansionismo cultural yanqui, ya que le consideraba un escritor de tercera), pero lo cierto es que todavía hoy sus libros siguen sirviendo para configurar la imagen que se tiene de los Estados Unidos, y aunque solo fuera por su valor testimonial, títulos como Las uvas de la ira mantienen una fuerza innegable.

En Viajes con Charley en busca de Estados Unidos Steinbeck se propuso volver a estar en contacto con las gentes de un país tan extenso y extraordinario como el suyo, a tomar el pulso, como dirían los políticos. Precisamente, Steinbeck había realizado un experimento similar veinticinco años atrás, cuando Roosevelt empezaba a impulsar una nueva política que cambiaría de arriba abajo el país. Un cuarto de siglo después, en vísperas de la llegada al poder de Kennedy, Steinbeck sentía que necesitaba volver a conocer la vida de la gente normal, si no por otra cosa, como obligación de todo escritor que se precie.



Pero más allá de estos buenos propósitos, Steinbeck también sentía la necesidad física de, ahora como dirían los músicos, regresar a la carretera. Aunque no lo cuente en el libro, Steinbeck se sabía enfermo y pensó que era su última oportunidad para, de alguna manera, volver a sentirse vivo. Por eso el resultado final de Viajes con Charley no es un estudio pretencioso, un intento sobredimensionado de captar “la esencia” del país, sino un paseo despreocupado en el que se va encontrando a personas singulares (como todas) y paisajes de una trascendencia metafísica.

Al parecer no todo lo contado en Viajes con Charley es rigurosamente cierto, por decirlo suavemente. Pero en esta ocasión podemos tener manga ancha con Steinbeck, pues está claro que el libro no pretende ser un compendio fidedigno sobre la verdadera América, sino una recolección de vivencias personales que el autor se podía permitir reelaborar. Lo que queda es un simpático recorrido por un país en perpetuo movimiento y cambio que está a punto de experimentar una de las transformaciones más radicales de su historia. Y Steinbeck estaba allí para certificarlo.

Editorial Nórdica

Traducción de José Manuel Álvarez Flórez

lunes, 29 de junio de 2015

Intelectuales, de Paul Johnson


Pese a tener un título tan genérico como Intelectuales, el libro de PaulJohnson se refiere a una categoría muy específica de este colectivo, el de los intelectuales apocalípticos que trataron de cambiar el mundo a través de sus ideas sin calibrar las consecuencias nefastas que sus teorías conllevarían una vez llevadas a la práctica. Pocos de ellos podrían calificarse como buenas personas (aunque, excepto de Brecht, de todos encuentra Johnson algún aspecto mínimamente positivo), pero lo peor no es que fueran monstruos en su comportamiento particular, sino que su ejemplo dio validez y una pátina de respetabilidad a las ideas más abominables.

Desde el santo patrón de la estirpe, el vilipendiado Rousseau, hasta el último gran ejemplar de la raza, Chomsky, pasando por personajes aparentemente tan dispares como Tolstoi o Sartre, Johnson caracteriza a todos estos pensadores con valores tan poco ejemplarizantes como el egocentrismo, la violencia, la hipocresía, la misoginia o el antisemitismo. Aunque su opinión queda bastante clara a lo largo de las seiscientas páginas del volumen, Johnson hace explícita su opinión sobre los intelectuales en las páginas finales: si ves una de sus reuniones, mejor sal corriendo en dirección opuesta.




En realidad Johnson no se detiene demasiado en teorías políticas o corrientes de pensamiento (para él su maldad y debilidad son axiomáticas), sino que estudia sus vidas privadas para demostrar que no había ninguna correlación entre sus postulados humanistas y su verdadera forma de actuar (en castizo: una cosa es predicar y otra dar trigo). Aparte de curiosas coincidencias, como la común costumbre de evitar pagar impuestos entre propagandistas del bien común, o la violencia doméstica entre divulgadores del pacifismo, Johnson detecta en todos los especímenes tratados una radical disonancia entre sus proclamas públicas de amor al prójimo y su desprecio olímpico ante los seres humanos reales.

Como si se tratara de un despotismo de nuevo cuño, los intelectuales de los que habla Johnson dicen buscar lo mejor para las personas pero en realidad no cuentan para nada con ellas, en la mayoría de los casos ni tan siquiera se dignan a tratar con esos trabajadores o pobres a los que dicen representar. Gracias a sus privilegios y la impostura común, podía permitirse sermonear y dar lecciones mientras ellos vivían aprovechándose de los demás, lo que no les impedía mantener un tono de superioridad moral. Se trata de un caso palpable de imposición de los conceptos sobre la gente.

Los resultados criminales de este totalitarismo en el que una visión del paraíso futuro justificaba cualquier abominación ya quedaron lo suficientemente demostrados y descalificados a lo largo del siglo XX, pero sin embargo la figura de muchos de estos intelectuales sigue teniendo una aureola casi divina. Por eso es necesario un libro tan extraordinario como este de Johnson. Él sí que fue capaz de dejar a un lado su perfil más polemista para ofrecer un retrato veraz (aunque de parte, eso tampoco lo oculta) de algunos de los gigantes sobre los que se ha construido la sociedad actual.

Editorial Homo Legens

Traducción de Daniel Aldea Rossell

viernes, 26 de junio de 2015

Les rues de ma vie, de Bernard Frank


Como un paseante ocioso que no tiene ninguna prisa en llegar a su meta, Bernard Frank camina por las páginas de Les rues de ma vie (Las calles de mi vida) deteniéndose a cada paso, a la menor oportunidad, parándose en cafeterías (se conoce todas las de París) y reposando en sus amados restaurantes hasta que parece olvidar qué hacía allí. Ciertamente lo que a Frank le interesa no son los monumentos ni los lugares de la memoria oficiales, sino sus propios rincones sentimentales y aquellos sitios en los que más disfrutó de la amistad.

Este modo alegre y ligero de ir por la ciudad y por la vida también se transmite en un peculiar estilo literario: Frank puede iniciar un enunciado y no completarlo hasta una página después, entretenido mientras tanto en diversas divagaciones. Con una escritura saltarina y vivaz, el autor guía al lector por unos senderos que no conocía y gracias a los cuales quizá no sepa más de historia o de gran cultura, pero conocerá de manera genuina el verdadero espíritu de la ciudad.




La ciudad, obviamente, es París. Y aunque Frank se declara un parisino peculiar (y bien que lo era), estas rememoraciones urbanas están enteramente consagradas a la que él prefiere denominar como “la ciudad de los restaurantes”. Frank es tan suyo que incluso reivindica el distrito 16, el barrio más puramente burgués de París, tantas veces despreciado por esnobs e intelectuales. Pero qué le vamos a hacer, a Frank le gusta la gran vida y no va a ocultar sus preferencias, siempre con un punto de provocación ante el pensar siempre correcto de sus amigos más rebeldes.

Efectivamente, Frank es lo que en español se denomina un “bon vivant”; para él una buena comida, una buena bebida y una buena compañía son la culminación de la existencia. Se le podría acusar de superficial, pero solo desde la posición de superioridad moral que tanto amarga la vida. La alegría de Frank, su deleite por los regalos más nimios e inesperados, se contagia desde las páginas de Les rues de ma vie, que se convierte no solo en la guía de París más particular que se pueda imaginar, sino en una declaración filosófica sobre la pasión por la vida normal.


Editorial Le Dilettante

jueves, 25 de junio de 2015

La mirada del observador, de Marc Behm


Si La mirada del observador se sale de todos los cauces tradicionales del género negro, quizá su desvío más llamativo es que, sin buscar en ningún momento la empatía con sus protagonistas, de alguna manera Marc Behm se las arregla para que el lector no solo se preocupe por su destino, sino que se ponga de su lado. Y eso que ella es una asesina despiadada y él un enloquecido detective. Incluso en los momentos en los que aparentemente se intenta mostrar algo de humanidad, como la escena de la despedida navideña, en lugar de optar por el recurrido melodrama, Behm mantiene la frialdad y la distancia.

Tampoco se lo pone fácil al lector el estilo alucinado del Ojo, punto de vista desde el que se narra la historia. Su obsesión le ha perturbado la mente hasta el punto de que en muchos pasajes no queda claro si lo que se está contando es real o una alucinación. Su omnipresencia, su transgresión de cualquier código moral a la hora de ejercer su papel de ángel de la guarda, le convierten en algo así como un dios demente capaz de cometer cualquier crimen con tal de salvar a su criatura. Y, sin embargo, el lector no puede evitar el deseo de que las cosas, por una vez, les salgan bien.




Behm, que también era un excelente guionista, se lo juega todo con una estructura reiterativa en la que una fuga continua y acelerada tiene la contradictoria apariencia de un estancamiento. Las escenas muy similares se suceden y los motivos se repiten sin que parezcan llevar a ninguna parte. Pero lo que en realidad consigue con este juego del gato y el ratón, en el que el gato no tiene ninguna intención de comerse a su presa, es trasmitir un agobio y una sensación de angustia puramente físicos. También cuando el ratón quede exhausto y sin posibilidad de reacción el lector sufrirá el mismo padecimiento

La herencia del género negro que Behm si respeta es el estilo sincopado. Con frases muy cortas y escenas elípticas, el autor dota de un ritmo inquebrantable a una narración que se mueve entre la sugerencia, el despiste y el desconcierto. Aquí no se trata de resolver un misterio, y llegado un punto ni tan siquiera hay grandes cuestiones que resolver, pero el autor envuelve todo el relato de una sensación de urgencia que se traspasa desde las páginas a la mente del lector. Por una vez no se trata de que el crimen sea castigado; la paz solo llegará con la derrota. 

Editorial RBA
Traducción de Beatriz Pottecher

martes, 23 de junio de 2015

El tiempo amarillo, de Fernando Fernán-Gómez


Una de las ventajas de leer un libro de memorias de un actor es que podemos escuchar la voz del autor. Complicados mecanismos neurológicos permiten que la acostumbrada lectura mental se convierta en una retransmisión radiada en la que, en este caso, la impresionante voz de Fernando Fernán Gómez se instala en nuestra mente y transforma la lectura pasiva en algo así como la asistencia a un fascinante monólogo en la que el protagonista nos cuenta, con total intimidad, sus recuerdos más resplandecientes y un buen puñado de anécdotas memorables.

Pero El tiempo amarillo es una autobiografía muy peculiar. Si en la primera parte Fernán Gómez más o menos se atiene a las convenciones del género (aunque con libérrimos saltos temporales y una estructura en la que no se sujeta a ningún principio superior a su propio buen entender), en la segunda parte, cuando pasa a hablar de su edad adulta, el pudor del autor le impide entrar en determinados asuntos personales. Y eso por no hablar de la tercera y última parte, más bien un diario en el que cabe un poco de todo, de artículos propios y extraños a sueños esbozados.




Desde luego, en una escuela de guiones la estructura de El tiempo amarillo no pasaría la prueba. Poco importa, pues el lector agradece este estilo caprichoso, como la memoria misma. En la primera mitad del libro Fernán Gómez detalla su infancia (que, como asegura, no se parece a ninguna otra) y junto al recuerdo cariñoso de su familia podemos reconstruir el ambiente de los años que van de la dictadura de Primo de Rivera al estallido de la Guerra Civil. En estos pasajes el autor recupera la mirada sorprendida y necesitada de conocimiento del niño con la visión retrospectiva y melancólica del adulto que se enfrenta a estos tan luminosos como dolorosos recuerdos.

En la segunda parte la narración se acelera y aunque abundan las referencias y los detalles, el lector siempre quiere más. Con un permanente punto de decepción, aunque sin ocultarse detrás de un falso malditismo, Fernán Gómez hace repaso de una carrera que le llevó a ser considerado el mejor actor de su generación y un muy estimable director. Su trabajo en cine, teatro y otros medios fue tan extenso que a la fuerza se quedan cosas fuera (es de lamentar que apenas dedique espacio a Edgar Neville, por ejemplo), pero lo más llamativo es su reticencia a hablar de cuestiones más personales.

Si el prólogo de Luis Alegre (que, como siempre, se debe leer al final) eleva el arte del name-dropping a una nueva categoría, hay que admitir que el último acto de El tiempo amarillo, la ampliación que Fernán Gómez escribió en 1998, no está a la altura del resto del libro. La mayor parte la ocupa un diario de rodaje de Pesadilla para un rico, que ciertamente no está entre sus trabajos más destacables. Pero a estas alturas la compañía de Fernán Gómez se ha convertido en tan familiar y amistosa que da un poco igual lo que cuente, con oír su voz es suficiente.


Editorial Capitán Swing

viernes, 19 de junio de 2015

Aquí empieza nuestra historia, de Tobias Wolff


Tener una idea, incluso una buena idea, para escribir un cuento es relativamente fácil. Muchas veces ni tan siquiera se necesita imaginación, con la experiencia basta. Lo complicado llega a la hora de desarrollar esa idea y de encontrar un final adecuado. Por eso muchos autores, justificándose en la estructura del cuento moderno que viene al menos desde Hemingway, aprovechan para hacer pasar por ambigüedad y finales abiertos lo que no es más que falta de inventiva. Una cosa es pedir la colaboración del lector y otra muy distinta exigirle todo el trabajo.

En este contexto descuella un autor como Tobias Wolff, quien junto a otros autores como Alice Munro demuestra que la más alta calidad literaria se puede alcanzar en el texto corto. Wolff es capaz de aunar el sentido del mejor relato clásico con la libertad del cuento moderno. De hecho, aparte de por algunas alusiones circunstanciales, sus relatos son atemporales, y en un libro como Aquí empieza nuestra historia, una recopilación de algunos de sus mejores cuentos, en muchas ocasiones el lector es incapaz de saber en qué época se desarrolla la historia.




Desde luego Wolff no es un autor “social”, aunque en algunos de sus cuentos, sobre todo en los más recientes, se manifieste, siempre de una manera muy sutil, la preocupación por determinados temas actuales. Tampoco se le podría considerar como uno de tantos autores norteamericanos que dedican su escritura a la terapia familiar. Por descontado, no se trata de un autor de género. Sí que se encuentran algunos temas reiterados (el ejército, la pérdida), pero el único tema aglutinador en toda su obra es el de la culpa, siempre vista como un asunto privado, no un concepto absoluto.

En Aquí empieza nuestra historia el lector se encuentra con un esplendor continuado en el que sería difícil encontrar títulos sobresalientes, y todavía más cuentos superfluos. Ya sea en historias más complejas o en fogonazos concentrados, Wolff da muestras de una escritura concisa, sabia y tranquila, siempre con el foco en el ser humano. Wolff no es algo tan limitado como un escritor para escritores, pero cualquiera que quiera aprender el oficio debería pasar por su estilo depurado para saber cómo llegar a la esencia sin desprenderse del espíritu.

Editorial Alfaguara

Traducción de Mariano Antolín Rato

miércoles, 17 de junio de 2015

De animales a dioses, de Yuval Noah Harari


De las muchas preguntas que abundan en De animales a dioses Yuval Harari plantea una que no por reiterada ha alcanzado una explicación satisfactoria: ¿para que sirve el estudio de la historia? De inicio, hay que dejar claro para qué no sirve: para predecir el futuro. Por mucho que algunas teorías se empeñen en demostrar que a través del análisis de supuestas corrientes históricas o del cálculo de datos entrecruzados se podrán sacar conclusiones que puedan ayudar a saber qué va a suceder, un superficial repaso a esa misma historia nos demostrará que la capacidad de previsión de los historiadores es más o menos equivalente a la de los economistas.

Pero lo que sí permite conocer la historia, nos dice Harari, es hacernos saber que las cosas podrían haber sucedido de una manera muy diferente, que no hay hechos fijos ni un destino del que no se pueda escapar. Múltiples factores (que a veces toman la forma del azar) contribuyen a que el ser humano haya evolucionado de una determinada manera, pero lo cierto es que nada estaba escrito. En este aspecto, como en muchos otros, Harari bordea el relativismo, ese pecado supremo contra el que lucha la ciencia. Pero lo que plantea el autor es más bien un acercamiento modesto, la aceptación de que no podemos comprenderlo todo y que las explicaciones absolutistas suelen ser tan rotundas como, a poco que se indague en ellas, endebles.

Sin duda un libro cuyo subtítulo es Breve historia de la humanidad no se anda con complejos, pero Harari demuestra estar a la altura. Obviamente su repaso a estos últimos 2,5 millones de años no puede ser detallado, pero el autor tiene un esquema claro y su concisión puede dejar espacios para la especulación, pero es claro y directo. Para Harari la historia del ser humano ha experimentado tres grandes saltos: la revolución cognitiva, la revolución agrícola y la revolución industrial. Lo novedoso en el libro es que Harari hace unas interpretaciones muy particulares de estos cambios, siempre planteando las cuestiones más relevantes.




En realidad la visión de Harari, especialmente en la primera parte, está más cerca de la de un etólogo que de la de un antropólogo o un historiador. Su acercamiento a la historia del hombre es la que se podría esperar de un estudioso del comportamiento de los animales, curioso por la evolución y la extraña forma de comportarse de este primate que parecía destinado a ocupar un lugar intermedio en la cadena alimenticia, pero que logro convertirse en el dominador del mundo gracias a la revolución cognitiva, la cual le permitió desarrollar el pensamiento abstracto y la conciencia grupal, lo que le dio una ventaja inalcanzable para el resto de las especies.

El aspecto más renovador de la teoría de Harari sobre la revolución agrícola es que para él supuso un enorme paso atrás, “el mayor fraude de la historia” en sus palabras, respecto al estilo de vida de los cazadores-recolectores. Y no es que Harari sea una de esas personas que reivindican la vida libre del buen salvaje. Al contrario, es muy consciente de sus deficiencias y peligros, pero al analizar las nuevas condiciones de vida que empezó a sufrir el agricultor se da cuenta de que los beneficios obtenidos pesaban en la balanza mucho menos que los privilegios perdidos.

¿Habrá pasado lo mismo con el paso dado por la humanidad con la revolución industrial? El esquema mental que nos ha sido inculcado y la propaganda continua nos hace difícil incluso tomar la perspectiva suficiente para comprender tal idea, pero Harari tiene claro que muchos de los avances que nos son vendidos en realidad tienen una contrapartida difícil de sobrellevar. Sin dogmas ni catecismos, Hariri plantea al lector cuestiones en las que quizá preferiría no detenerse, pero que cada vez se harán más acuciantes y que en realidad culminan el largo camino de la humanidad: ¿qué es hoy un ser humano?

Editorial Debate
Traducción de Joandomènec Ros


viernes, 12 de junio de 2015

El misterio de la mosca dorada, de Edmund Crispin


Aunque Edmund Crispin escribió El misterio de la mosca dorada en plena Segunda Guerra Mundial (con tan solo 23 años), en la novela la guerra apenas aparece como un telón de fondo, con algunas referencias a los apagones o la aparición muy fugaz de algún aviador, pero, como pasa en las novelas de Jane Austen respecto a las guerras napoleónicas, sin que en ningún momento la contienda bélica afecte en modo alguno al progreso de la acción, como si los bombardeos fueran una pequeña molestia de la que es mejor ni hablar.

Este alejamiento de la realidad circundante es una de las características de los libros de Crispin, encerrados en su propio mundo literario en el que incluso una ciudad tan real como Oxford se convierte en un escenario teatral propicio para el desarrollo de tramas criminales y la aparición de personajes tan bien definidos como inverosímiles, como el mismo Gervase Fen, según su propia apreciación el primer profesor de literatura convertido en detective de novela. Y es que una de las señas de modernidad de los libros de Crispin es su autoconsciencia.

En El misterio de la mosca dorada sus personajes tienen perfectamente claro que están dentro de una novela, por lo que saben que deben respetar las normas del género, aunque esta restricción sea en realidad solo un marco formal que no impide al autor jugar a su antojo con las reglas y saltárselas cuando más le conviene. Por ejemplo, aunque el punto de vista predominante en la narración es el del joven periodista Nigel, cuando por conveniencia de la trama es necesario buscar otra perspectiva el autor no tiene ningún empacho en saltarse el eje.




El misterio de la mosca dorada fue el primer libro escrito por Crispin y todavía no había alcanzado la perfección estilística que lograría solo dos años después con La juguetería errante, y que se confirmaría con sus siguientes entregas. Hay demasiada dispersión y cierto embarullamiento, pero de igual manera la lectura es un goce continuo en el que además se puede disfrutar de un elemento añadido: las siempre sugerentes historias del mundo del teatro, mezcla de gloria, vanidad y chismorreos.

Pero eso no es todo. Por un lado, como sencillo entretenimiento, la novela, plagada de bromas y de comentarios ingeniosos no tiene desperdicio, y además ya podemos ver a un Fen en todo su esplendor. Por otra parte la “pasión referencial cultista” de Crispin, como señala José C. Vales, aunque incomprensible en su totalidad, da una densidad a la novela que la convierte en un desafío en sí misma más allá de la simple resolución del misterio. Así que cuando llegue la hora de desvelar las incógnitas, parte que se extiende a lo largo de quince páginas, la verdad será lo de menos.

Editorial Impedimenta
Traducción de José C. Vales


miércoles, 10 de junio de 2015

Autobiografía, de Mark Twain


A lo largo de las páginas de la Autobiografía de Mark Twain desfila toda una tropa de escritores de gran popularidad en su época que hoy solo sonaran a especialistas y, como en el caso de la inefable Marie Corelli, son más recordados por sus excentricidades que por su obra literaria. Por eso es tan extraordinario el caso del propio Twain, que no solo ha superado la implacable prueba del tiempo, sino que ha tenido que superar otros escollos que que habitualmente laminan la pervivencia de una obra: su fabuloso prestigio en vida (durante décadas fue sin duda el autor más famoso de Estados Unidos) y el hecho de ser un escritor humorístico, cuando como es sabido el humor es uno de los géneros más difíciles de perdurar.

Twain prodiga su gracia innata por toda su Autobiografía, pero lo cierto es que todo el libro también está teñido de melancolía y muerte. Como Twain dice explícitamente, a veces la narración parece un paseo por un cementerio en el que descansan sus seres más queridos. Aparte del lamento por la pérdida de sus amigos, lo más doloroso para Twain es describir la muerte de sus hijos y de su mujer. En este último caso, el fallecimiento de su amada Clara, la angustia causada paralizó su trabajo durante más de un año, y el tono feliz y vital ya no pudo ser recuperado.




Antes de ello, Twain construyó un libro de memorias en el que primaban las anécdotas ligera y el retrato de personajes sin pelos en la lengua. Desde la fantástica evocación de sus días infantiles, muy en el estilo de Tom Sawyer y Huckleberry Finn, hasta la tranquilidad de su edad madura pasada en Europa, Twain se deleita en la recuperación de los momentos más exaltados y divertidos de su existencia, sin olvidarse de los tragos más amargos. En cada pasaje Twain delpliega su habilidad para el colorido en la construcción de escenas y su ironía a prueba de cualquier situación.

En lo que respecta al retrato de las personas que conoció, Twain se sirve de la libertad que le permitía la publicación póstuma de esta Autobiografía para decir lo que realmente pensaba de ellas. Porque Twain es generoso con sus amigos, con su prodigioso talento para perfilar un carácter gracias a pequeños detalles, y siempre se sitúa a sí mismo en el centro de la burla, pero tampoco se guarda sus rencores cuando tiene que hablar de aquellos que le jugaron una mala pasada o cuyo comportamiento juzgaba execrable.

Curiosamente en el libro apenas hay referencias al proceso creativo y las menciones a sus libros son muy secundarias, apenas un “lo escribí en tal año” o “gané tanto dinero”, como mucho un “ese personaje estaba basado en tal persona que conocí”. No hay envanecimiento literario ni orgullo por sus logros, más allá de que le posibilitaran llevar una vida acomodada (además de varios traspiés mercantiles). Tampoco se trata de un falso desprecio ni de renegar de su legado. Lo que está claro es que para Twain lo importante no era la literatura en sí, sino la vida. Quizá por ello su obra haya prevalecido.

Editorial Espasa

Traducción de Federico Eguíluz

lunes, 8 de junio de 2015

Ánima, de Wajdi Mouawad


Wajdi Mouawad es reconocido internacionalmente como uno de los grandes dramaturgos contemporáneos, pero de 2002 a 2012 se embarcó en la redacción de una ambiciosa novela que acabaría siendo Ánima. Aunque la huella de su teatro es evidente, sobre todo en lo que respecta a algunas obsesiones (la búsqueda de una explicación en el pasado que desentrañe un suceso traumático ya estaba en su obra más famosa, Incendios), en Ánima Mouawad demuestra que es un narrador muy dotado capaz de dominar los resortes de la novela con la misma soltura que los del teatro.

Además de algunos temas muy personales, en la escritura de Mouawad también es inmediatamente reconocible su expresividad a la hora de plasmar una violencia brutal, a veces tan excesiva que puede provocar el saltarse algunas líneas en las que la dureza y el horror expresado es tan explícito que a duras penas es soportable. Pero el autor tiene claro que para transmitir todo el dolor y la infamia no puede andarse con elipsis ni adornos: es tan directo y descriptivo no por sensacionalismo, sino para alcanzar el mayor impacto emocional, y bien que lo consigue.




Para narrar esta historia de violencia en la que el hombre pertenece a la más salvaje de las especies, Mouawad adopta precisamente el punto de vista de los animales. Desde gatos y monos hasta arañas o serpientes, cada breve capítulo de las dos primeras partes es relatado por estos personajes incidentales que cuentan lo que ven sin más juicio que el desagrado por una raza humana desnaturalizada y capaz de los crímenes más atroces. En la tercera parte será un perro el que tome las riendas de la narración, demostrando que la posible redención del hombre tiene su vía en el regreso a la naturaleza asilvestrada.

Antes de llegar a la mitad del libro parece que las desventuras de su protagonista ya no darán mucho más de sí, pero es que entonces se produce un quiebro inesperado que parte la novela en dos. Si Ánima comienza como una muy particular historia de crímenes y persecuciones, a partir de determinado momento se transforma en la peripecia de un hombre devastado que trata de conocer sus orígenes. Al final ambos hilos se entrecruzaran de manera tan convincente como explosiva, y ya solo quedará continuar con un inacabable viaje de expiación.

Editorial Destino

Traducción de Pablo Martín Sánchez

viernes, 5 de junio de 2015

El verano mágico en Cape Cod, de Richard Russo


Uno de los equilibrios más delicados que debe buscar la novela contemporánea se sitúa en la balanza entre ligereza y profundidad. El camino más fácil (y cobarde) por el que transita gran parte de la literatura actual es tomárselo todo a broma, distanciarse de lo narrado y, desde una posición de superioridad, burlarse de sus personajes y de los “grandes temas”. Pero, por otro lado, el lector moderno a duras penas toleraría un tono elevado y sermoneador, como el de esos autores que parecen estar dando lecciones morales a cada vuelta de página.

Para encontrar el punto justo el autor tiene que arriesgarlo todo y correr el riesgo del ridículo, pero solo así conseguirá que su obra sea verdaderamente sincera y sentida. Además, no tendrá que tomarse a sí mismo demasiado en serio, a riesgo de caer en la pretenciosidad. En El verano mágico en Cape Cod Richard Russo consigue esta precisa (y preciosa) aleación contando la historia de Griffin y su familia, la historia de una descomposición en la que todavía hay espacio para reconciliación y la ironía.




En realidad la historia de El verano mágico es tan personal que puede parecer ya vista. Un hombre maduro con dificultades en su matrimonio tiene que enfrentarse a la muerte de su padre y asumir que la vida que ha elegido ya no da más de sí, que ya ha llegado a la línea de meta y ahora solo lo queda mirar hacia atrás, situación ante la que naturalmente se rebela, aunque sea con la torpeza e inconsciencia de un adolescente. Las celebraciones familiares (dos bodas) y diversos encuentros jalonarán su camino hacia la aceptación.

La escritura de Russo en algunos momentos también puede parecer demasiado académica, “perfecta”, en su sentido menos creativo: todas las piezas encajan de manera precisa y el mecanismo de la narración es tan transparente como predecible. Sin embargo, la honradez del autor prevalece y redime sus posibles concesiones al convencionalismo. Russo ha creado un personaje que todo el mundo puede reconocer, con la posibilidad de que pueda parecer un arquetipo, pero en realidad lo que ha retratado es a un ser humano que no nos puede ser ajeno.

Editorial Alfaguara

Traducción de Mariano Antolín Rato

martes, 2 de junio de 2015

Berlín Vintage, de Óscar M. Prieto


En apariencia el argumento de Berlín Vintage podría parecer el de cualquier bestseller cosmopolita actual: un cuadro perdido, una investigación que llevará al protagonista por toda Europa, personajes misteriosos y claves ocultas a la espera de ser descifradas. Pero en realidad el libro de Óscar M. Prieto es el antibestseller por excelencia: en lugar de acumular espectacularidad y efervescencia, el autor prefiere los momentos muertos, situar la médula de la narración en las escenas en las que no sucede nada, dejarse llevar por la reflexión antes que por acción.

Aldous, el esquivo protagonista de la novela, tiene un objetivo tan claro como difusa es su realización: ver todos los cuadros que se conservan de Caravaggio. Y una misión para la que se mezclará con personajes aún más elusivos que él: dar con una obra maestra del pintor italiano que desde finales de la Segunda Guerra Mundial se ha dado por pérdida. Casi dejándose llevar, viviendo experiencias que parecen sacadas de una novela de la Guerra Fría como sin darse cuenta, Aldous completará su tarea de la manera más anticlimática que se pueda imaginar: con total naturalidad.




Los viajes de Aldous son más bien paseos, visitas a ciudades históricas por las que deambula siempre abierto a la sorpresa, en las que se sienta en terrazas o parques donde se sumerge en sus propios pensamientos cerrados y obsesivos, entre los que se encuentran una historia de amor apenas intuida y un proteico personaje que no sabe si le sigue o es seguido por él. Pero además de por Caravaggio, Aldous siente pasión por la Historia y la etimología, y cualquier encuentro inesperado, el detalle más nimio, que pasaría desapercibido a cualquier persona menos atenta, despierta en él una erudición que convierte Berlín Vintage en una historia de historias.

Aunque también es cierto que este afán meticuloso de Aldous, sobre todo al principio de la novela, no le pone las cosas fáciles al lector. Hay en Aldous algo de ese estilo pedantesco tipo Javier Marías que no lo hace nada simpático (por cierto, también tiene una sintaxis muy particular. Elegido al azar: “Cuarenta minutos todavía, de espera”). Pero este ensimismamiento da paso a la curiosidad, a la necesidad de saber más, de continuar el camino. Cuando parezca que la meta ya se ha alcanzado, Aldous se dará cuenta de que su barco acaba de partir.


Editorial Tropo