viernes, 12 de junio de 2015

El misterio de la mosca dorada, de Edmund Crispin


Aunque Edmund Crispin escribió El misterio de la mosca dorada en plena Segunda Guerra Mundial (con tan solo 23 años), en la novela la guerra apenas aparece como un telón de fondo, con algunas referencias a los apagones o la aparición muy fugaz de algún aviador, pero, como pasa en las novelas de Jane Austen respecto a las guerras napoleónicas, sin que en ningún momento la contienda bélica afecte en modo alguno al progreso de la acción, como si los bombardeos fueran una pequeña molestia de la que es mejor ni hablar.

Este alejamiento de la realidad circundante es una de las características de los libros de Crispin, encerrados en su propio mundo literario en el que incluso una ciudad tan real como Oxford se convierte en un escenario teatral propicio para el desarrollo de tramas criminales y la aparición de personajes tan bien definidos como inverosímiles, como el mismo Gervase Fen, según su propia apreciación el primer profesor de literatura convertido en detective de novela. Y es que una de las señas de modernidad de los libros de Crispin es su autoconsciencia.

En El misterio de la mosca dorada sus personajes tienen perfectamente claro que están dentro de una novela, por lo que saben que deben respetar las normas del género, aunque esta restricción sea en realidad solo un marco formal que no impide al autor jugar a su antojo con las reglas y saltárselas cuando más le conviene. Por ejemplo, aunque el punto de vista predominante en la narración es el del joven periodista Nigel, cuando por conveniencia de la trama es necesario buscar otra perspectiva el autor no tiene ningún empacho en saltarse el eje.




El misterio de la mosca dorada fue el primer libro escrito por Crispin y todavía no había alcanzado la perfección estilística que lograría solo dos años después con La juguetería errante, y que se confirmaría con sus siguientes entregas. Hay demasiada dispersión y cierto embarullamiento, pero de igual manera la lectura es un goce continuo en el que además se puede disfrutar de un elemento añadido: las siempre sugerentes historias del mundo del teatro, mezcla de gloria, vanidad y chismorreos.

Pero eso no es todo. Por un lado, como sencillo entretenimiento, la novela, plagada de bromas y de comentarios ingeniosos no tiene desperdicio, y además ya podemos ver a un Fen en todo su esplendor. Por otra parte la “pasión referencial cultista” de Crispin, como señala José C. Vales, aunque incomprensible en su totalidad, da una densidad a la novela que la convierte en un desafío en sí misma más allá de la simple resolución del misterio. Así que cuando llegue la hora de desvelar las incógnitas, parte que se extiende a lo largo de quince páginas, la verdad será lo de menos.

Editorial Impedimenta
Traducción de José C. Vales


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